¿Darías tu vida por la patria? ¿Realmente darías tu vida o dejarías que, por ejemplo, en una eventual guerra un hijo tuyo vaya a pelear por el Perú y pueda dejar de existir? Preguntas como esas se hacía cada cierto tiempo en que otras muertes ocurrían y, por alguna razón, lo interpelaban frente a la posibilidad de morir: las muertes que salen en las noticias, las muertes de gente conocida o las de gente cercana, amigos o familia, que son las peores.
El único caso imaginario en el que el periodista no tenía dudas de sacrificar una vida, su propia vida, por algo, era cuando ese algo era la vida de su hija, cuando en esos rodeos de su imaginación le ponía un ejemplo extremo utilizando para ello a su hija: imagina que un ladrón los asalta y les apunta con una pistola, ¿no cubrirías de inmediato a tu hija con tu propio cuerpo, sin pensarlo dos veces? ¿No te ahogarías o hasta morirías quemado con tal de que lo que más quieres no muera? Todos los demás ejemplos posibles, con afectos, dejaban, aunque pequeño, un margen de duda ante esa posibilidad tan definitiva.
Un hermano, una madre, un padre, una pareja, seguramente también provocarían, de llegar un momento aciago, una determinación similar, pero todavía en el terreno de las suposiciones, solo un amor de ida, que no espera nada a cambio, no guarda en el periodista espacio para las dudas. Esta madrugada transcurría, agitada, en su mente.
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Mientras dormía, el periodista soñó con un eventual último momento, un contexto teóricamente aleatorio en el que la muerte no deseada, la suya, se tornaba muy probable, casi segura. El periodista despertó, cuándo no, justo antes de comprobar si, finalmente, moría o no moría. Había sentido con angustia la cercanía de un final, que hasta allí había llegado sin saber qué pasaba luego o si no pasaba nada: el final. Cayó en cuenta de que había sido un sueño y respiró aliviado por unos segundos. No había muerto, pero el abismo solo se ha alejado, el alivio se disipa, toma otras formas.
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