La izquierda peruana, protagonista reciente de sonados fracasos electorales y administrativos, no aprende la lección y ha decidido servirle la mesa al centro y a la derecha en los próximos comicios del 2021.
A pesar de no contar con una solidez electoral equivalente a la de la derecha peruana, se va a dar el lujo de ir desunida. El Frente Amplio, que lidera Marco Arana, va por su cuenta y lo propio hace Nuevo Perú, de Verónika Mendoza (esta agrupación sí buscó una alianza, pero fue desairada). Si a ello le sumamos el voto radical del antaurismo afincado en UPP, se entenderá el grado de fraccionamiento de este sector del espectro ideológico.
La última encuesta de Datum es muy reveladora. Un 4% muestra querencias por la izquierda radical y un 7% por la izquierda moderada. Sumadas, un 11%. En cambio, el centro tiene un respaldo del 28%, la derecha moderada del 15% y la derecha radical del 5%. La derecha sin tapujos tiene el 20% y si se considera que muchos de los que dicen ser de centro en verdad son de derecha y lo ocultan porque les genera algún prejuicio o resquemor admitirlo públicamente, concluiremos que la cancha está claramente inclinada a su favor.
En esa medida, resulta una tozudez mayúscula que la izquierda vaya dividida. Se le presentaba una ocasión propicia dada la enorme dispersión del centro y de la derecha, por un lado, y dada la crisis de legitimidad que sufre –aunque no sea justo– el modelo macroeconómico aplicado en el país los últimos treinta años, por otro lado.
Una izquierda unida y con un discurso renovado podría haber tenido alguna esperanza de llegar a la segunda vuelta (bastaría un 15% para lograrlo) y luego podría aprovechar el relativo albur que es la segunda vuelta para tentar el triunfo. En el peor de los casos, el solo hecho de pasar a una vuelta definitoria y estar dos o tres meses en el centro del debate nacional ya hubiera supuesto para ella un grandísimo triunfo político.
Es lamentable que la izquierda nacional se aferre a postulados regulatorios estatales, en el mejor de los casos, o abiertamente populistas, que no entienda la valía fundamental del libre mercado y lo siga considerando inequitativo, que se desentienda de los criterios de una moderna gestión pública y los sustituya por asambleísmos democráticos inconducentes (véase el caso de la fallida gestión de Susana Villarán). A todo ello le suma ahora infantilismo político.
Tal como se está perfilando el escenario electoral, es muy difícil, casi improbable, que la izquierda adquiera algún protagonismo, a pesar de que Verónika Mendoza –su principal vocera electoral– no sea una mala candidata y tenga varios activos a su favor.
Y lo justo es que luego, cuando se plasme el fracaso, no volteen la mirada a echarle la culpa a alguna conspiración mediática (la prensa suele darle más tribuna de la que ponderadamente le correspondería) o al imperio del capital que jugaría en su contra (en esta campaña, el dinero casi no va a tener relevancia), sino que lo hagan atisbando muy cerca suyo, dentro de sus propias filas, y allí encontrarán a los artífices de su propio descalabro.
-La del estribo: esta es mi última columna en La República. Un nuevo proyecto editorial me convoca y me obliga a alejarme de esta entrañable casa periodística. Solo tengo sentimientos de gratitud por la gentil invitación hecha a escribir en sus páginas hace ya más de dos años y relievar que, en todo este tiempo, se ha hecho gala de un pulcro respeto a la diversidad e independencia de opiniones.
Verónika Mendoza columna Tafur
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