Por: António Guterres - Secretario general de las naciones unidas.
Del ejercicio del poder mundial al racismo, la discriminación de género y las disparidades de ingresos, la desigualdad amenaza nuestro bienestar y nuestro futuro. Necesitamos con urgencia una nueva forma de pensar que nos permita frenarla y revertirla.
Suele decirse que una gran pujanza económica saca a flote a toda la sociedad, pero lo cierto es que es la desigualdad la que no deja de crecer, y nos está hundiendo a todos. Los altos niveles de desigualdad han contribuido a crear la fragilidad mundial que el COVID-19 está poniendo de manifiesto y aprovechando.
Si no actuamos ahora, 100 millones de personas más podrían verse abocadas a la pobreza extrema y pudieran surgir hambrunas de proporciones históricas.
Incluso antes del COVID-19, en todo el mundo había personas que alzaban la voz contra la desigualdad. Entre 1980 y 2016, el 1 % más rico del mundo acaparó el 27 % del crecimiento acumulado total de los ingresos. Pero los ingresos no son la única medida de la desigualdad. En la vida, las oportunidades dependen, entre otros factores, del género, el origen étnico o familiar, la raza o el hecho de tener o no una discapacidad.
Solo un ejemplo: más del 50 % de los jóvenes de 20 años de países con un desarrollo humano muy elevado cursan estudios superiores. En los países de desarrollo humano bajo, esa cifra es del 3 %. Más alarmante todavía es el hecho de que alrededor del 17 % de los nacidos hace 20 años en esos países ya hayan muerto.
Aunque es una tragedia humana, el COVID-19 también ha abierto a las nuevas generaciones la posibilidad de forjar un mundo más igualitario y sostenible a partir de dos ideas centrales: un nuevo contrato social y un nuevo pacto mundial.
Un nuevo contrato social que reúna a gobiernos, ciudadanos, sociedad civil, empresas y muchos otros en torno a una causa común.
La educación y la tecnología digital deben ser dos grandes aceleradores del cambio y la igualdad. Necesitamos una fiscalización justa de los ingresos y el patrimonio y una nueva generación de políticas sociales con redes de protección como la cobertura sanitaria universal y un ingreso básico que llegue a todos.
Para hacer realidad el nuevo contrato social hace falta un nuevo pacto mundial que permita distribuir de manera más amplia y justa el poder, la riqueza y las oportunidades en todo el mundo.
Ese nuevo pacto mundial debe sustentarse en una globalización justa, en los derechos y la dignidad de todos los seres humanos, en unas formas de vida compatibles con la naturaleza, en el respeto de los derechos de las generaciones futuras y en la posibilidad de medir el éxito en términos humanos antes que económicos.
Necesitamos una gobernanza mundial basada en la participación plena, inclusiva e igualitaria en las instituciones mundiales. La voz de los países en desarrollo debe oírse más en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, los Directorios Ejecutivos del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial y muchos otros órganos.
Necesitamos un sistema multilateral de comercio más inclusivo y equilibrado que permita a los países en desarrollo escalar las cadenas de valor mundiales.
El nuevo pacto mundial y el nuevo contrato social harán que el mundo vuelva a su empeño por concretar la promesa del Acuerdo de París sobre el cambio climático y cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que constituyen el plan que hemos acordado a nivel mundial para que 2030 sea un horizonte de paz y prosperidad en un planeta saludable.
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