Muchísimas personas, en todo el mundo, están teletrabajando desde sus hogares. Este es otro de esos extraños privilegios generados por la pandemia, pues muchos están obligados a salir y exponerse al contagio. Para los psicoterapeutas como el suscrito, esta situación no es enteramente nueva, pues muchos ya lo veníamos practicando. Lo distinto es que ahora todos vemos a todos nuestros pacientes a través de una pantalla. Hay excepciones, pero la mayoría nos encontramos en esta situación novedosa e incierta.
En los años en que fui representante por Latinoamérica en el Board (una suerte de directorio) de la Asociación Psicoanalítica Internacional, se discutía con intensidad acerca de esta modalidad de tratamiento. Amigos cercanos discrepaban sobre los pros y contras de la teleterapia o el telepsicoanálisis. Uno de ellos, representante por Norteamérica, me contó hará cosa de un año que él y su esposa, también psicoanalista, habían cerrado su consultorio y solo veían a sus pacientes por medios virtuales. Su laptop se había convertido en su lugar de trabajo, lo cual les permitía ver a sus pacientes desde cualquier lugar del mundo.
El otro representante, un europeo, se negaba rotundamente a esta forma de analizar, pues consideraba que la ausencia de la presencia física, corporal, desnaturalizaba nuestra actividad y planteaba problemas de confidencialidad. El SARS-Cov-2 ha zanjado el debate, sin apelación posible. Por lo menos en los países en los que la pandemia continúa expandiéndose.
Es cierto, como lo describe el New York Times (Teletherapy, Popular in the Pandemic, May Outlast It), que hay ventajas en esta manera de atender a nuestros casos clínicos. En las grandes urbes, los pacientes se evitan trayectos a menudo penosos y prolongados, como suele ser el caso en Lima. Con los niños, la presencia del hogar permite explorar temores –una niña contaba que las muñecas de su armario le daban miedo y se lo mostraba a la terapeuta, dándole la oportunidad de hablar in situ sobre esos juguetes “peligrosos”– e intervenir de otro modo. Nos resta espacio para comentar las desventajas de la ausencia física, el lenguaje corporal que se difumina en la pantalla, la fatiga que esto engendra, etcétera. Pero sin duda, cuando pase lo peor, nos preguntaremos si no estábamos atrapados en un paradigma que la tecnología ya había pulverizado, sin que lo advirtamos.
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