A muchos nos debe estar pasando: levantarnos de la cama y pensar a dónde se fue la vida que teníamos y cuándo volverá. ¿Volverá? Tal vez las mismas preguntas que nos hicimos al acostarnos, quizá las mismas interrogantes que merodean nuestros sueños fracturados, tomados por la angustia y la incertidumbre. Y al día siguiente, la ruleta comienza de nuevo: ¿Cuál es el nuevo amigo cuya pequeña empresa está quebrando? ¿Cuál es el nuevo amigo que ha sido invitado al retiro o al que se le está aplicando la suspensión perfecta? ¿Me pagarán a fin de mes? ¿Seguiré teniendo trabajo la próxima semana? ¿Se inventarán un nuevo impuesto que afecte mi salario? ¿Hay algún contagiado en el barrio? ¿Hay algún contagiado en el edificio, en la casa? ¿Lo sabemos? ¿Se ha muerto alguien cercano? ¿Ya estamos en la “meseta”? ¿Ya empezaron a bajar los contagios? De pronto, ¿alguna buena nueva sobre los avances por encontrar la vacuna? ¿Algún tratamiento serio, exitoso y respaldado por la ciencia que aleje del horizonte la sombra de la muerte? ¿Qué pasa si me muero? ¿Qué hay después de la muerte? ¿Hay algo? ¿Tengo enfermedades preexistentes? ¿Tal vez soy hipertenso y diabético y no lo sé? ¿Soy asintomático? ¿Estoy subidito de peso? ¿Y si mi viejito se enferma? ¿Qué va a pasar con los resfríos comunes estacionales que se vienen con el invierno? ¿Serán confundidos con coronavirus? ¿Voy a poder estornudar, toser, sin que la gente me mire como un leproso? ¿Seré, a los 65 años, una sobra, una carga? ¿Tan pronto se acaba la vida útil? Si yo, que tengo trabajo, me hago esas preguntas, ¿qué preguntas se harán los que la pasan peor? ¿Será que los que siempre la pasaron peor están más preparados para enfrentar esta realidad? ¿Será que nunca tuvieron tiempo de hacerse estas preguntas? ¿Te voy a poder abrazar de nuevo?...
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