Los economistas neoclásicos asumen que las personas obtienen “utilidad” del consumo y “desutilidad” –o utilidad negativa– del trabajo. Postulan que existe una “tendencia natural al ocio” y que el trabajo es “un mal” que debe ser soportado a cambio del ingreso requerido para comprar los bienes necesarios para vivir: comerás el pan con el sudor de tu frente. Pero la realidad es mucho más compleja. Las personas derivan placer del esfuerzo realizado en actividades deportivas, del trabajo en equipo y del desarrollo de capacidades. El orgullo y la satisfacción por la tarea cumplida son también un resultado del trabajo humano, que no solo transforma la naturaleza sino también al propio trabajador. Así, la valoración del trabajo dependerá de cómo se organice, cómo se ejerza la autoridad y cómo se distribuyan los frutos del esfuerzo realizado. Por ello nada más frustrante y doloroso que la falta de empleo adecuado. Varios millones de madres y padres viven cotidianamente el sufrimiento de no poder asegurar, por sí mismos, alimentación, salud y educación para sus hijos. Los programas sociales son un alivio fundamental, pero solo como paliativo: los pobres siempre buscan, infatigablemente, mejores oportunidades de empleo e ingresos. Saben que su calidad de vida no puede depender de los programas sociales, cuya continuidad está supeditada a la disponibilidad de recursos fiscales y a decisiones políticas. El propio funcionamiento del sistema económico debería generar suficientes fuentes de empleo de calidad, y una distribución más equitativa de los ingresos y la riqueza. El hecho de que no las genere no es un infortunio, es una injusticia: el sistema es una creación humana que puede y debe cambiar. El papa Francisco ha insistido en que el planeta tiene suficiente comida para todos pero no se comparte. Les ha recordado “a los potentes de la tierra” que tarde o temprano deberán rendir cuentas por lo que hicieron o dejaron de hacer frente al drama del desempleo y la pobreza en el mundo.