Cautivadas por la visita del Papa Francisco al Perú, a muchas personas se les puede haber pasado una nota que César Romero firmó esta semana en este mismo diario. Ahí se anunciaba que Jorge Henrique Simoes Barata, ex superintendente de Odebrecht Latinvest en el Perú, ya tendría fijada una fecha para ofrecer sus declaraciones ante la justicia peruana. Tentativamente, los fiscales Germán Juárez Atoche y José Domingo Pérez Gómez lo interrogarían el 27 y 28 de febrero, en Sao Paulo. La idea es que Barata —que manejaba el día a día de la empresa en nuestro país— amplíe las declaraciones que ya ofreció Marcelo Odebrecht y entregue mayores detalles sobre las asesorías ofrecidas por Pedro Pablo Kuczynski y sobre los aportes a las campañas de Keiko Fujimori y Alan García. La diligencia debería permitirle a Juárez Atoche cerrar de una vez por todas el caso por lavado de activos contra Ollanta Humala y Nadine Heredia (quienes acaban de cumplir seis meses detenidos en prisión sin acusación fiscal). Tampoco se descarta que aparezca nueva información sobre Alejandro Toledo, sobre el financiamiento para evitar la revocatoria a Susana Villarán o se descubra personajes que hasta ahora han pasado inadvertidos. ¿Algunos congresistas? ¿Empresarios con prácticas similares al «Club de la construcción»? ¿Periodistas? ¿Nuevas autoridades municipales? ¿Qué tan devastadores pueden ser los efectos de esta confesión, si de veras es sincera? Conocidos los primeros indicios y con un escenario tan frágil como el actual —en plena calma chicha gracias a la visita del Papa Francisco, luego de un año marcado por las acusaciones del caso Odebrecht y por la crisis de la vacancia presidencial y el indulto a Alberto Fujimori—, los pronósticos no pueden resultar muy promisorios. Si Barata tira de la manta y la justicia actúa con el mismo rigor que aplicó con Humala y Heredia, podríamos perfectamente atestiguar la caída de buena parte de nuestra clase política. Incluso si no alcanza al gobierno, sería una tempestad parecida al año 2000, cuando la corrupción y las violaciones a los derechos humanos abatieron el régimen de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. ¿Algo bueno podría obtenerse de semejante conmoción? Solo a condición de que los peruanos hayamos aprendido las lecciones que dejaron la caída del fujimorismo y el tránsito a la democracia. Como lo demostró aquella experiencia, incluso en las circunstancias más adversas es posible impartir justicia y emprender un reordenamiento político más o menos ordenado. Aquella vez se contó con una sociedad civil muy activa, con un sector de la prensa minoritario pero decisivo y con el oportuno liderazgo de Valentín Paniagua, que entendió el histórico papel que le tocaba. No pasó lo mismo con sus sucesores, tristemente involucrados en las investigaciones del caso Odebrecht.