A estas alturas las imágenes provenientes de Cataluña no dejan dudas acerca del desastroso manejo político del referéndum, tanto por parte de las autoridades catalanas como del Gobierno español. Centenares de heridos, la policía cargando con violencia, personas ensangrentadas (tanto votantes y manifestantes como miembros de las fuerzas del orden), caos, odio, miedo. El peor de los escenarios posibles. El diario Libération de Francia, en un duro editorial contra Rajoy, critica su catastrófica rigidez ante un referéndum ilegal. Era visible que la tensión iba en aumento. También que las posibilidades de análisis de la situación se hacían más reducidas, a medida que se polarizaban las posiciones: o estás conmigo o eres mi enemigo. Cuando se llega a esos extremos de maniqueísmo, la política, es decir el arte de la negociación y los compromisos, es evacuada para dar paso a las cachiporras y los fusiles. El escritor argentino Patricio Pron, quien vive en Alemania, cita a Georg Christoph Lichtenberg: “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto.” El nacionalismo, como ha señalado tantas veces Mario Vargas Llosa, y lo reitera en su artículo La Hora Cero publicado en el suplemento Domingo de La República, “siempre fue una epidemia catastrófica para los pueblos que solo produjo violencia, incomunicación, exclusión y racismo”. Pero responder con la misma intransigencia, so pretexto de hacer respetar la ley, es la receta perfecta para obtener lo que está sucediendo en estos momentos en Cataluña. Por eso es indispensable abrazar la complejidad. Esta es una lección que los peruanos necesitamos asimilar con urgencia. Un acontecimiento en apariencia tan pacífico como la visita del Papa, está generando un enfrentamiento indigno del propósito de dicha ocasión. Para los católicos es un momento excepcional, el cual se está viendo empañado antes de que suceda por la soberbia de un cardenal que ve en ese acto un momento estelar para, si me permiten la redundancia, gozar del poder vicario que le dará ser la sombra del vicario de Cristo. Pues bien, habrá que ser coherentes y explicarle con paciencia y determinación que la seguridad de la gente no se negocia. Explicarle a él y a quienes se están encaramando a su asalto narcisista a la razón, que el Estado es el responsable de la seguridad ciudadana, no iglesia alguna. El ministerio del Interior está actuando con ponderación hasta el momento, esperemos que el Gobierno no termine claudicando. Tanto la rigidez autoritaria como la pusilanimidad institucional, son formas complementarias de rehuir el desafío de manejar con tacto situaciones de suyo complejas. El tristísimo desenlace de la crisis catalana no puede dejarnos indiferentes. La democracia exige tender puentes, pero estos no deben desplomarse ante la furia social como el irónicamente llamado Bella Unión.