Dos movimientos de opinión pública encuestada tienen grandes posibilidades de orientar el futuro del caso Odebrecht. Uno es el de las altas cifras que aprueban la prisión de los Humala. Otro es el de las altas cifras de los convencidos de que Odebrecht entregó fondos para las campañas de todos los candidatos presidenciales post-2000. No era difícil llegar a esta situación. Pues de un lado los medios llevan meses apuntando a la culpabilidad de los políticos rivales, con lo cual no ha quedado uno solo libre de la sombra de una sospecha. De otro lado es verdad sostenida que muchos grandes capitales reparten fondos de campaña con imparcialidad. Estos dos movimientos crean situaciones nuevas. Por ejemplo, con casi 80% a favor de la prisión preventiva de los Humala, la posibilidad de la tan rumoreada excarcelación de Alberto Fujimori se dificulta, y ciertamente se posterga. Esto a pesar de que casi 70% aparece opinando a favor de una excarcelación de Fujimori. A grandes rasgos la cosa avanza hacia una opinión pública consolidada en el sentido de que todos los ex presidentes y todos los ex candidatos son culpables de algo. Esto incluye recibir fondos electorales de fuera, práctica cuyo status legal no es del todo claro, y también otras acusaciones específicas de cada uno. Para fiscales y jueces la culpabilidad universal por fondos electorales, en las delaciones Odebrecht, puede volverse un festín a la brasileña, con todo el poder político pasando bajo las horcas caudinas de la justicia. Aunque un nuevo efecto es también la creciente crítica a los criterios y procedimientos de los magistrados. Tiene, pues, razón, Julio Ortega cuando dice que “la cárcel se ha convertido en la matriz discursiva de la política peruana”. Libre o preso es hoy el eje de todo. Alberto Vergara comenta esto escribiéndome que “el único comentarista que hace falta (y pulula) en la TV, para analizar cualquiera de nuestras noticias, es un penalista”. Los más contentos con esta situación sienten que es el fin de la impunidad, y que por fin la justicia ha llegado hasta los peces gordos. Pero el pez más gordo de todos es el propio sistema electoral, cuyas autoridades permiten gastar incluso lo que no se ha recibido.