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Manos arriba, por René Gastelumendi

"El asaltante y su víctima se habían vuelto a encontrar. Era la segunda vez que lo veía frente a frente y ahora sí sabiendo perfectamente de quién se trataba, pues él mismo me lo había confesado".

Antes de convertirme en su víctima, ya lo había visto por televisión. Siempre en la misma única toma que los noticieros rebuscaban en sus archivos cada vez que su banda cometía alguna atrocidad. En ella ‘Gokú’ sale escoltado, esposado y con las manos atrás, de las oficinas de la Dirección Nacional del Crimen. Baja los peldaños de loza crema, a prueba de grafitis, que la Policía peruana usa como pasarela para ostentar ante la prensa las capturas de los delincuentes más buscados y sigue caminando hacia un vehículo que seguro lo trasladaría a un calabozo del Poder Judicial. Durante todo el trayecto, nunca levantó la cabeza y miraba fijamente al suelo, rumiando la frustración de haber sido detenido mientras le hacía reglaje a un empresario y sin que se haya disparado una sola bala. Tampoco respondió las preguntas de los reporteros que, armando alboroto, lo acosaban intentando arrancarle alguna declaración al paso, que nunca les dio. ‘Gokú’ era un depredador furtivo al que no le gustaba exponerse, mucho menos cuando estaba depuesto.

Fue esa noche en que nos asaltó la primera vez que lo vi en persona. Él y su cómplice escondían sus rostros bajo pasamontañas negros, por lo que nunca supe, en realidad, a quién había visto. Ambos nos apuntaban con sus revólveres y estuve lejos de percibir, en esos ojos amenazantes que la tela no cubría, la mirada de rasgos orientales que inspiró, por su innegable parecido con el personaje de una manga japonesa, el alias con el que se le conocía en los bajos fondos.

—“‘Gokú’ lidera a los ‘Malditos de La Victoria’, la banda que viene causando terror a los clientes del Jockey Plaza”—, —“‘Gokú’ encabeza una mafia de extorsionadores de construcción civil que amenaza San Isidro”—, —“Banda de ‘Gokú’ asesina a empresario de Gamarra por resistirse al robo del dinero que acababa de retirar de una agencia bancaria”—, —“Feroz delincuente Luis Escate Marín, alias ‘Gokú’, es capturado por la Policía tras balacera en plena calle”—, —“‘Gokú’ fue acribillado y sobrevive, todo indica que fue un ajuste de cuentas”—, decían algunos de los titulares que lo hicieron famoso en las secciones policiales de los noticieros y periódicos que yo leía sin saber que, tarde o temprano, el despiadado criminal se cruzaría en mi camino.

Ocurrió una noche con mucha niebla, el húmedo invierno limeño recién se había instalado en la ciudad. Nos dirigíamos al estadio Monumental, a un concierto de Cerati al que nunca llegamos. Mi tío Felipe iba adelante con Víctor, amigo suyo desde el colegio y dueño del Audi blanco del año en el que ya estábamos a punto de ingresar a la Vía Expresa, a la altura de la avenida Benavides, en Miraflores. Santiago —mi hermano menor— y yo, íbamos en el asiento de atrás. Habíamos avanzado solo algunas cuadras cuando, de pronto, un Hyundai elantra dorado, de lunas polarizadas, nos pasó por la derecha y se plantó adelante, cerrándonos el paso y bloqueando la estrecha entrada que desemboca en la autopista. Las bocinas de los demás carros atascados atrás, en fila, sonaban frenéticamente, pero cuando sus ocupantes se percataron de que aquello que impedía el tránsito era una banda de ‘marcas’ en acción, la bulla dio paso a un silencio demasiado seco. ‘Gokú’ y su cómplice bajaron del auto y luego se acercaron hacia nosotros, sin dejar de apuntarnos con sus armas.Ambos vestían camisetas blancas de manga corta y, además de los pasamontañas, llevaban puestos chalecos antibalas. No lo sabíamos, sino el temor hubiera sido todavía mayor, que estábamos siendo asaltados por uno de los malandros más buscados del Perú.

—Tranquilos, chicos, levanten las manos, levanten las manos —alcancé a decirles a mis acompañantes en un súbito rapto de liderazgo, segundos antes de que ‘Gokú’ y su cómplice nos griten.

—¡Bajen cara…, bajen! ¿Y dónde está el ‘chimpún’, a ver, dónde está el ‘chimpún’?

Nos palpaban los bolsillos.

—Al suelo mie…, al suelo mie…, nos gritaron luego y nosotros solo obedecimos, intentando demostrarles que no teníamos la menor intención de resistirnos, de ‘guerrear’.

Se llevaron el Audi. Todo el episodio no había durado ni dos minutos y después los tres vehículos desaparecieron por la Vía Expresa. Aún con el corazón en la boca, ya levantados de la pista, nos lamentamos impotentes, pero con vida. Agradeciendo estar vivos.

Meses después, un buen día llegó un tema a la redacción del canal en el que trabajaba: una entrevista con un preso de la corrupción montesinista. El lugar era un centro de reclusión transitoria ubicado en el puerto del Callao, llamado Santa Bárbara. El vetusto recinto, cercado por una pared color verde agua erosionada por la brisa húmeda y fría, ocupaba toda una esquina. Llegamos con el camarógrafo como a las 3 y, casi sin revisarnos, un efectivo policial desganado y de vientre voluminoso nos abrió la puerta y luego otra ya cubierta de fierros. Tras ella, un pasillo que desembocaba a un patio central, como el de una casa grande.

Todas las miradas de ese lugar, atiborrado de criminales, se dirigían hacia nosotros. Seguro de descubrir insumos para una buena crónica, algo en mí quería quedarse en ese patio para seguir observando y postergar la entrevista pactada. Me quedé conversando con los internos, en un rincón del patio, hasta que un hombre que había estado observando discretamente nuestros movimientos, se aproximó. Tenía el pelo muy corto, lo ojos rasgados. Se desplazaba con un aplomo que lo hacía verse por encima del resto.

—Déjenme hablar con el ‘Colorao’ —les dijo a los presos que estaban hablando conmigo. No hizo falta nada más para que le abran paso.

—‘Colorao’, tú no sabes todo lo que pasa acá, ‘colorao’, los abusos, la demora en nuestros trámites judiciales, todo es una caga…, la comida, el trato, la falta de camas, has visto que muchos duermen hasta en el piso.

—Yo puedo hablar contigo, puedo contarte, pero, primero me apagas la cámara. ¿No quiero que me grabes, ok, estamos? Yo te he visto antes ‘Colorao’, te he reconocido: avenida Benavides con Vía Expresa, hace como un par de años. Un Audi blanco creo, ¿te acuerdas, ‘Colorao’?

Yo solo escuchaba y lo miraba atónito.

—A mí me dicen ‘Gokú’ — continuó—: soy Luis Escate Marín.

El asaltante y su víctima se habían vuelto a encontrar. Era la segunda vez que lo veía frente a frente y ahora sí sabiendo perfectamente de quién se trataba, pues él mismo me lo había confesado. Yo seguía perplejo. Algunos de los internos que estaban viendo la escena empezaron a murmurar y a reírse. ‘Gokú’ los miró desafiante y todos callaron.

—Sí, me acuerdo, claro que me acuerdo —le dije, guardando para mis adentros un terrible conflicto de sensaciones.

—Ni un disparo, ‘Colorao’, ni un golpe. Pero ¿sabes por qué, ‘Colorao’? Porque ustedes no ‘guerrearon’, se portaron bonito, se dejaron robar, sin jod… la chamba, ‘Colorao’, sigues vivo.

Algo en mí le guarda una especie de gratitud a este criminal que luego fugaría y al poco tiempo moriría acribillado.

René Gastelumendi

Extremo centro

René Gastelumendi. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.