Por Alberto Adrianzén M. (*) La semana pasada publiqué el artículo “Micropopulismo y elecciones” como un intento por caracterizar las futuras acciones del gobierno de Alan García. Algunos amigos han observado el uso que hago de la palabra “populismo”. Ellos consideran que tal como fue empleada, contribuye a demonizarlo. Como sabemos, para los neoliberalismos la palabra “populismo” ha sido sinónimo de políticas que solo conducen a la crisis; y ha servido, también, para condenar a todos aquellos que no piensan como ellos. Respondiendo a estas interrogantes, quiero, sin embargo, señalar lo siguiente: el micropopulismo para mí es lo contrario al populismo, puesto que explota y exacerba la desinstitucionalización de la representación política. Con el populismo o, mejor dicho, con el momento o la ruptura populista, tal como lo define Ernesto Laclau, ocurre todo lo contrario: “¿Cuándo se produce una ruptura populista? La condición ineludible es que haya tenido lugar una dicotomía del espacio social, que los actores se vean a sí mismo como partícipes de uno u otro de dos campos enfrentados. Construir el pueblo como actor colectivo significa apelar a los de abajo, en una oposición frontal con el régimen”. Eso fue el APRA en los años 30. La representación política de esa dicotomía la encarnó el partido aprista y la personificó Víctor Raúl Haya de la Torre. Ahora bien, para que ello ocurra tiene que existir, como también dice Laclau, una lógica de la equivalencia entre las demandas que permanecen insatisfechas a través de “una relación de solidaridad”. Con el micropopulismo ocurre lo inverso. Las demandas sociales “son individualmente respondidas y absorbidas por el sistema”. Su tratamiento es meramente administrativo. En la ruptura populista lo que se tiene es que el pueblo logra ser representado políticamente. En el micropopulismo lo que existe es una suerte de padrino político que administra una clientela. No es extraño en este contexto, que se emplee un lenguaje que evoca al pueblo. Desde hace unos días el presidente García viene hablando de “democracia directa”, de “descentralización popular”, que consiste en gastar lo que el gobierno y/o este nuevo padrino le entregarán al “pueblo”. Es el viejo esquema, señalado años atrás por Julio Cotler, del triángulo sin base. El micropopulismo impide, por lo tanto, una relación de solidaridad y una mirada común o equivalente de cómo solucionar las demandas entre los diversos sectores populares. La representación política es bloqueada mediante su propia desinstitucionalización ya que no construye una identidad capaz de anunciar una “nueva configuración hegemónica”. Las tareas de cambiar o reformar el régimen político y de reestructurar el espacio público quedan postergadas o subsumidas por un poder que coopta al movimiento popular y administra sus demandas. De otro lado, que hoy estemos debatiendo este problema tampoco nos debe extrañar. El 2006 se tuvo lo que podríamos calificar como un conato de ruptura populista y no debemos descartar, pese a los intentos por bloquearla, que una situación similar se presente el 2011. Sin embargo, lo que diferencia a un momento del otro es que en 2006 esa ruptura fue una sorpresa, un hecho aparentemente inesperado. La del 2011, si se presenta, deberá ser una ruptura construida mediante una política que tenga como objetivo y tarea principales la necesidad de conquistar una representación de los de “abajo”. Por eso hoy la tarea principal no es la construcción de un centro topográfico, entendido este como una postura equidistante de los extremos, es decir, uno pasivo; sino más bien una fuerza que ocupe el centro del escenario político para reordenarlo a partir de la construcción de una identidad colectiva y de una representación de los sectores populares, es decir, de los de “abajo”. Por eso también uno de los problemas hasta ahora no resuelto por las fuerzas progresistas es definir tanto un nuevo concepto como una nueva práctica radical. Hasta ahora el radicalismo está más asociado a evocar episodios y personajes del pasado, como también a exaltar una conflictividad social sin ninguna vocación hegemónica. De ahí que el radicalismo sea patrimonio casi exclusivo de minorías políticas o de fuerzas políticas con vocación de minoría. En realidad, este viejo radicalismo obvia un hecho trascendental: que lo más radical es la constitución de un pueblo con capacidad mayoritaria y hegemónica al mismo tiempo. Como dice Laclau, el populismo es un espacio (o significante) vacío (que puede ser llenado con posiciones de izquierda o de derecha), y por lo tanto es necesario hoy darle un sentido, un nuevo significado, que tenga como principales referencias un programa, “ciertos símbolos comunes” y un “pueblo”. Que hoy la pugna electoral tenga como principales actores a Keiko Fujimori, por un lado, y a Ollanta Humala, por el otro, no es un hecho fortuito. Son los signos de los tiempos. (*) www.albertoadrianzen.org