Por Carlos Contreras Carlos Contreras. (*) Una reflexión acerca de las posibilidades de "cambiar la historia" ¿ Se puede reinterpretar el pasado, y todavía más lejos: modificar el pasado, al calor de los impulsos políticos del momento? ¿No debería ser la historia un registro fiel de aquellos hechos que son verdades objetivas, más allá de los siempre variables humores políticos de una sociedad? Estas cuestiones vuelven a ponerse sobre el tapete a raíz del nuevo tono, de acercamiento y romance, que vienen cobrando en la presente coyuntura las relaciones peruano-chilenas, tradicionalmente ásperas y tirantes. Cada vez que, con diversos propósitos, se ha querido mejorar dichas relaciones, se ha señalado la imperiosa necesidad de cambiar el discurso o memoria histórica sobre la Guerra del Pacífico de 1879, que habita en los corazones y las mentes de los peruanos. Se habla entonces de la necesidad de "superar el lastre del pasado", de no ser "prisioneros de la historia"; de mirar hacia delante y no hacia atrás, y otras expresiones de semejante jaez. Antes de referirme a si tal adecuación del pasado es posible, tanto en el terreno de lo práctico como en el de lo ético, quisiera comenzar diciendo que no se trata de una tarea fácil. De un lado, porque para los peruanos, frente a la realidad de una guerra de la independencia, más bien ambigua y falta de figuras nativas, la Guerra del Pacífico ha ocupado el lugar de "la gran guerra patria" en nuestra narrativa histórica. Todas las historias nacionales trazadas al calor del movimiento cultural del romanticismo, integraron como un elemento central ese hito clave del "alma nacional": una gran guerra; en la que más allá de que se hayan perdido o ganado las batallas, se forjaron los héroes patrios y los símbolos positivos de la nacionalidad. Con algo habría que reemplazar esta pieza maestra, si es que se decidiera bajarle el tono en las historias nacionales al conflicto del 79. Jorge Basadre le dedica, por ejemplo, dos de los diecisiete tomos de su Historia de la República, que, como se sabe, cubre el período de 111 años que va de 1822 a 1933; o sea: le brinda un espacio desproporcionado, ya que la guerra duró solamente cuatro años. Pero esta desmesura cronológica quedaría justificada en la historiografía de la generación de Basadre, por el papel jugado por dicha gesta militar en la formación de la memoria histórica nacional. De otro lado, nuestra llamada Guerra del Pacífico contiene símbolos muy fuertes, como si los hubiera inventado un publicista con nervio en el oficio. Símbolos raciales, al presentarse como una guerra de los países "indios", unidos contra la agresión del país "blanco", o mestizo; históricos: puesto que se trató de un enfrentamiento de los reinos antiguos, con predominio de los descendientes de la población colonizada, contra el poder más advenedizo, de los descendientes de los colonos; y sociales: los campesinos de la economía natural, de autosubsistencia, contra los mercaderes, más comprometidos con la nueva economía capitalista. Es decir, una lucha de indios contra blancos, de nativos contra alienígenas, del espíritu del bien común contra el del cálculo mercantil. Los buenos contra los malos, en suma; pero en un drama que funciona como una vibrante alegoría de la historia de la colonización en América. Para los chilenos la guerra del 79 puede ser vista como una reedición de la lucha entre pizarristas y almagristas: la debacle del viejo marqués frente al caudillo disidente. Para los peruanos y bolivianos, en cambio, es la reedición de Pizarro contra Atahualpa. Cuestión de imágenes. Claro que el Perú tenía también, aunque en menor medida, sus hombres blancos y sus mercaderes. Fueron ellos quienes condujeron al país a la guerra, y los que firmaron luego, lo que suele juzgarse como una capitulación deshonrosa. Por eso, la imagen sublevante y desasosegada que los peruanos tenemos sobre la guerra, se entremezcla mucho con una tensión interna entre los de arriba y los de abajo. La memoria histórica oficial de una nación, entendida como el registro del pasado nacional promovido desde el Estado y organizado de acuerdo a una clasificación en épocas, hechos decisivos y personajes buenos y malos, que se transmite por los canales oficiales y cotidianos de la educación escolar y universitaria, la presentación museográfica, la escenificación pública de los monumentos, la nomenclatura de calles y plazas, y el calendario de fiestas cívicas, guarda una íntima unidad con el proyecto nacional que se persigue, a la vez que debe mantener un compromiso con los hechos del pasado objetivamente descubierto por el trabajo de los historiadores académicos. Al haberse erigido la Guerra del Pacífico como nuestra gran guerra patria, la memoria oficial peruana dirigió hacia Chile el resentimiento interno, pero también hacia todo aquello que internamente evocase lo chileno, en una reinterpretación popular de la versión histórica oficial. Esto caló rápidamente en la población, por la fuerza de los símbolos evocados antes. Las posibilidades de que sea aceptada una enmienda de la memoria histórica oficial van vinculadas a la solución de las propias contradicciones sociales internas. Hasta cierto punto, en toda historia nacional es así: las versiones del pasado solo pueden transformarse en la medida que el presente vaya cancelando ese pasado. Por lo que los límites a esas metamorfosis del discurso histórico nacional los ponen los cambios alcanzados por la propia sociedad. Como en otras naciones, también en el Perú la política ha usado de la historia para legitimarse: ahí tenemos a los liberales en el siglo XIX, levantando la figura de Salaverry; como a las dictaduras de Benavides y Odría, a la de Ramón Castilla, o al reformismo militar de los años setenta, a la rebelión tupacamarista. Es inevitable que así sea, ya porque (como lo dijera E. H. Carr) el historiador es también él un producto histórico, o porque los propios historiadores han sido en ocasiones figuras de la política (José de la Riva Agüero, Raúl Porras o el propio Basadre), pero la historiografía debiera tomar con independencia y distancia los crónicos llamados, desde el poder, para cambiar el pasado. (*) Profesor del Departamento de Economía de la PUCP.