Columnista invitado. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.
*Por Julissa Mantilla Falcón, expresidenta de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
En julio de 2024, cuando la Ley 32107 sobre prescripción de los crímenes de lesa humanidad era todavía un proyecto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (la Corte) emitió una resolución de medidas provisionales requiriendo al Estado que no se adopte dicha ley a fin de garantizar el acceso a la justicia de las víctimas de los casos Barrios Altos (2001) y La Cantuta (2006). Posteriormente, y ante la inminente aprobación de la Ley 32109 que otorga amnistía a “los miembros de las Fuerzas Armadas, de la Policía Nacional del Perú y de los Comités de Autodefensa que se encuentren denunciados, investigados o procesados por hechos delictivos derivados u originados con ocasión de su participación en la lucha contra el terrorismo entre los años 1980 y 2000”, las víctimas pidieron una ampliación de las referidas medidas provisionales. Por ello, la Corte realizó una audiencia pública el pasado 21 de agosto a la que comparecieron las víctimas y sus representantes, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la representación del Estado peruano.
Las inexactitudes y contradicciones han caracterizado el discurso oficial sobre este tema, pero el punto álgido se alcanzó en la referida audiencia cuando los agentes del Estado peruano no solo demostraron un gran desconocimiento del procedimiento interamericano, sino que reforzaron una serie de errores jurídicos y contradicciones que hacen necesario realizar algunas precisiones. Por cuestiones de espacio, solo me referiré a cuatro en esta ocasión, sin perjuicio de profundizar el tema en una próxima columna.
En primer lugar, cuando un Estado suscribe un tratado como la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) y acepta la jurisdicción de la Corte, se somete voluntariamente al escrutinio internacional, aceptando obligaciones internacionales que debe cumplir de acuerdo con el principio de buena fe (pacta sunt servanda). Por ello, no puede hablarse ni de una soberanía absoluta del Estado ni de una injerencia de la Corte, la cual tiene competencia debido precisamente a una decisión soberana del Estado.
En segundo lugar, la Corte puede otorgar medidas provisionales en casos de “extrema gravedad y urgencia y cuando se haga necesario evitar daños irreparables a las personas”. Estas medidas se otorgan en los asuntos que esté conociendo el Tribunal y, si se trata de casos que aún no haya conocido, lo puede hacer a solicitud de la CIDH (art. 63, CADH). En este caso, dichas medidas se refieren a las sentencias de los referidos casos Barrios Altos y La Cantuta, por lo que, al no tratarse de un nuevo asunto sometido al trámite de peticiones, no se necesita agotar recursos internos, como ha sostenido erróneamente el Estado. Asimismo, si la Corte decide ahora ampliar las medidas provisionales, no estaría incurriendo en un “adelanto de opinión”, como sostuvieron los agentes estatales, porque la opinión ya se dio en las sentencias referidas.
En tercer lugar, el Estado cuestionó que la Corte tuviera competencia para ejercer la supervisión de sentencias, argumentando que ello no estaba establecido en la CADH. Lamentable que no se conozca la jurisprudencia interamericana, ya que el mismo argumento fue sostenido por Panamá en el caso Ricardo Baena, hace más de 20 años. En dicha ocasión, el Estado argumentó que no era posible que la Corte extendiera unilateralmente su función jurisdiccional para crear una función supervisora de sus sentencias. En su sentencia de competencia en 2003, la Corte recordó que la efectividad de las sentencias depende de su ejecución y que el cumplimiento de las mismas está fuertemente ligado al derecho de acceso a la justicia, por lo que —para satisfacer este derecho— no era suficiente con la emisión de la sentencia, sino que era necesario que existieran mecanismos efectivos para ejecutarla. El Tribunal concluyó que la supervisión del cumplimiento de las sentencias era uno de los elementos que componen su jurisdicción y que, además, la práctica de los Estados la había reconocido. En este marco deben ubicarse las medidas provisionales cuya ampliación se ha solicitado, ya que la Corte está supervisando el cumplimiento de las sentencias de los casos Barrios Altos y La Cantuta.
En cuarto lugar, es una grosera contradicción del Estado que, para defender la vigencia de las leyes en cuestión, afirme que no hay riesgo de impunidad porque el Poder Judicial puede aplicar la doctrina del control de convencionalidad y evitar que la ley se implemente. Esta doctrina, recogida en la jurisprudencia de la Corte, establece que, si un Estado ha ratificado la CADH, “sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean mermados por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos” (Caso Almonacid vs. Chile, 2006). Es decir, que cuando los agentes del Estado hacen referencia a esta facultad del Poder Judicial están reconociendo que las leyes cuestionadas van en contra de la Convención. No puedo dejar de mencionar que la propia sentencia del caso La Cantuta menciona expresamente esta doctrina.
La presentación del Estado en la audiencia del pasado jueves, por tanto, adoleció de argumentación jurídica y de conocimiento del procedimiento interamericano, a lo cual se puede añadir la carencia de la compostura necesaria que se debe guardar en un litigio de esta envergadura.
Tanto la presentación del presidente de la CIDH, José Luis Caballero, como la de las víctimas y de sus representantes fueron precisas en cuanto a los riesgos que sufre el Estado de derecho en el país, al desacato en que se encuentra el Perú y a las posibilidades de que la impunidad se consolide con estas leyes. La palabra la tiene ahora el Poder Judicial y el Ministerio Público, ya que, como dijo Gladys Rubina en la audiencia: “No es rencor, es justicia”.

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