No es ninguna revelación que, a estas alturas, la democracia peruana viene experimentando un acelerado deterioro. Los indicadores especializados para medir la calidad democrática de manera tangible, como los elaborados por instituciones internacionales, como The Economist o V-Dem, son contundentes al mostrar una amplia gama de evidencias sobre dicho retroceso. Si estos índices no resultan lo suficientemente ilustrativos, basta con sintonizar el canal del Congreso para observar cómo, desde hace años, nuestros “padres de la patria” han venido socavando el sistema democrático, voto a voto.
Esta erosión democrática es actualmente liderada por una coalición autoritaria, conservadora y ligada a intereses ilegales que domina el Congreso y, por extensión, al país, lo cual ha sido ampliamente discutido en artículos de opinión y literatura académica en los últimos años (1). Los miembros de esta coalición persiguen sus intereses de manera predatoria, con lo cual han logrado —con bastante éxito— capturar o desmantelar progresivamente las instituciones democráticas que aún podían hacerles contrapeso. La captura —mediante procesos cuestionados— del Tribunal Constitucional, la Contraloría General de la República y la Defensoría del Pueblo, los desesperados intentos por reponer a Patricia Benavides como fiscal de la Nación y el constante embate contra la Junta Nacional de Justicia son ejemplos claros de estos avances autoritarios.
Los eventos mencionados han permitido empujar una agenda impensada en un país democrático. La aprobación de la nueva ley de impunidad, los beneficios otorgados al crimen organizado y la pensión para un expresidente condenado por crímenes de lesa humanidad, que antes habrían sido frenados por los contrapesos institucionales, hoy son una realidad gracias a la anuencia de las instituciones que deberían oponerse.
Para quienes consideramos en peligro nuestro nuestra democracia al ver cómo nuestras instituciones acumulan poder sin ningún tipo de equilibrio, una de las principales prioridades, de cara a las futuras elecciones, será restaurar la escasa institucionalidad democrática que teníamos. Se trata de revertir ocho años de constantes abusos perpetrados por tres Congresos de talante autoritario e iliberal, y de restablecer procesos que dificulten el abuso del poder de los votos para beneficiar intereses subalternos.
No obstante, la defensa de la democracia no ocupa un lugar central en las preocupaciones de los peruanos. Según una encuesta de Ipsos, esta no figura ni siquiera dentro de los cinco principales problemas del país. De acuerdo con el último Latinobarómetro, apenas el 50% de los peruanos considera a la democracia como el sistema de Gobierno preferible, mientras que un alarmante 91% no está satisfecho con su funcionamiento.
A pesar de esta realidad, resulta fundamental cerrar filas para defender la democracia. No solo como un fin en sí mismo, al ser la forma de Gobierno más deseable para preservar nuestros derechos, sino, por último, porque los tres principales problemas identificados por los peruanos son el crimen, la violencia y la corrupción. Al respecto, la evidencia muestra que una democracia de mayor calidad conduce a menores tasas de ambos problemas. En ese sentido, y lo que trato de ilustrar es que, si bien el interés de los peruanos a la democracia no es explícito, eso no significa que no la necesiten.
Aquellos partidos, movimientos y políticos que colocan la defensa de la democracia y sus instituciones en el centro de sus aspiraciones enfrentan, entonces, una paradoja: ¿cómo acceder al poder para restaurar nuestra institucionalidad si la defensa de la democracia no es una prioridad para las mayorías? Sobre todo, teniendo en cuenta que la preocupación por la institucionalidad y la democracia en el debate público ha estado limitada, usualmente, a círculos académicos, tecnocráticos y a sectores políticos que van desde la centroizquierda a la centroderecha, hoy tachados de “caviares” por la coalición autoritaria que nos gobierna. “Centristas” para los propósitos de este ensayo.
Las propuestas de este sector, muchas técnicamente sólidas, a menudo se ven superadas por promesas inviables —pero seductoras— de quienes terminan dominando la política. Carecen de ambición transformadora, se expresan en un lenguaje técnico ininteligible para muchos y, en ocasiones, parecen estar desconectadas de las demandas reales de la población.
Un ejemplo claro de esta desconexión es la respuesta a la demanda de mayor seguridad. Mientras la coalición gobernante recurre al populismo, promoviendo medidas como la mano dura o la pena de muerte, el centro se limita a señalar la inviabilidad de tales propuestas, sin ofrecer alternativas claras y efectivas que resuenen con las preocupaciones de la ciudadanía. Asimismo, mientras el 80% de los peruanos considera la desigualdad como un problema grave o muy grave, un claro indicio de la necesidad de reformas económicas ambiciosas para una distribución más equitativa de la riqueza, las propuestas económicas de este sector resultan, en el mejor de los casos, insuficientes y, en el peor, inexistentes. Ignoran la desigualdad como un problema crucial, y se enfocan en potenciar un modelo de crecimiento que, irónicamente, ha contribuido a generar dicha desigualdad. No es de extrañar, entonces, que quienes finalmente acceden al poder lo hagan con discursos que prometen soluciones inmediatas o transformaciones radicales al sistema, aunque estas promesas nunca se cumplan y, más bien, terminen agravando aún más los problemas que prometían solucionar.
En este contexto, los centristas que aspiran a restaurar la democracia deben primero llegar al poder. Y para lograrlo, deben aprender de quienes hoy la están destruyendo. El centro necesita radicalizar su discurso para conectar con las demandas de la ciudadanía. Debe dejar de desestimar las exigencias de grandes transformaciones como meros actos de populismo y, en cambio, asumirlas como propias.
A diferencia de quienes gobiernan actualmente, el centro debe utilizar su conocimiento técnico para encontrar maneras viables de implementar estos cambios, y hacerlo en un lenguaje sencillo y accesible. No se trata de insistir en lo que no se puede hacer, sino de demostrar cómo se pueden realizar cambios profundos de manera responsable y efectiva.
Es crucial que se comprometan a satisfacer las demandas que la gente lleva años expresando y que, al ser ignoradas, han llevado a indeseables al poder. Si esto implica radicalizar su discurso, que así sea. Solo combatiendo fuego con fuego, podrán desplazar a aquellos que hoy erosionan nuestras instituciones y, una vez en el poder, tener la fuerza necesaria para restaurar la democracia y llevar a cabo las grandes transformaciones que el país necesita.
(1) Véase Barrenechea, Rodrigo y Alberto Vergara. “Peru: The Danger of Powerless Democracy”. Journal of Democracy, vol. 34, no. 2, Apr. 2023
Estudiante de la Maestría en Políticas Públicas en Asuntos Globales en la Universidad de Yale (EEUU) | Magíster en Ciencia Política y Relaciones Internacionales por la Pontificia Universidad Católica del Perú