Hay que reconocerle al alcalde de Lima su involuntaria colaboración para describir la situación actual del país. Su idea de introducir calesas tiradas por caballos en el centro de la ciudad tiene una multiplicidad de lecturas. Veamos algunas. El burgomaestre (no sé por qué se me antoja que a López Aliaga le va como cilicio a la cintura este cursi sinónimo de alcalde) ha declarado que su propuesta constituye un atractivo turístico, digno de Nueva York o Sevilla. Mencionó que ya se abandonó en Cartagena, Colombia, pero omitió explicar la razón. Parece que los pobres cuadrúpedos eran maltratados por los conductores, en el agobiante calor de esa bella ciudad colonial.
No hay que ser adivino para darse cuenta de que esta brillante iniciativa correrá análogo destino al de su playa en San Juan de Lurigancho, que fue declarada no saludable (salvo por una pareja que la convirtió en un idílico escenario porno, cuando ya había sido cerrada al público). Los limeños ya estamos habituados a no tomar en serio los disparates del fundador de Renovación Medieval, como se le conoce popularmente. Mientras nos distrae con sus ocurrencias alucinadas, los marinos de su bancada abandonaron la nave y cumplieron el sueño de tener la propia. Cierto, quedarse sin mentes tan preclaras como Montoya o Cueto no puede considerarse una gran pérdida, pero permite hacerse una idea de lo desconectado que se halla de su propio entorno político, quien prometió hacer de Lima una potencia mundial.
Es de suponer que, en la mirada resueltamente orientada hacia el pasado de Rafael López Aliaga, las románticas calesas convertirán a nuestra capital en una urbe cosmopolita, a la altura de los ejemplos citados. Para él, una golondrina sí hace el verano. Lo cierto es que la metáfora de las patas de los caballos ilustra con precisión la crisis interminable en la que estamos inmersos.
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Porque lamentablemente los despropósitos no se limitan a ese lado de la plaza Mayor. Su vecina, quien ya no disimula los alambres con los que la controlan desde el Congreso, hace dos meses que no da una conferencia de prensa. Les huye a los periodistas, a quienes acaba de encerrar en un recinto resguardado por la policía, a fin de que no se le puedan acercar y hacerle preguntas. Hay que reconocer lo fundado de sus motivaciones. Cada vez que responde a la gente de los medios, termina enredándose e incriminándose. Los cuestionamientos de la gente de prensa, en su mundo en el que los relojes, las joyas y las telenovelas turcas bastan para crear la ilusión de ser una gobernanta, constituyen el temido principio de realidad. En términos freudianos, es el que se contrasta con el principio del placer. No permitan que esos impertinentes con sus micros y celulares me hagan pisar tierra.
El Congreso, empeñado en que el país sea un territorio gobernado por toda suerte de organizaciones criminales, no les va en zaga. Uno a uno, van destruyendo los avances que habíamos logrado como sociedad. Lo cual equivale a erosionar las bases de nuestra ya precaria vinculación social. Esto es mucho más despiadado con quienes lo sufren en sus cuerpos mal alimentados y desprovistos de cuidados médicos elementales. La consigna implícita —pues nadie en su sano juicio puede pensar que esto es un plan organizado— es arrasar con cualquier atisbo civilizatorio. Del malestar en la cultura freudiana, estamos pasando al Tratado de la Desesperación de Kierkegaard. Solo que sin una sombra de existencialismo: en este caso es literal. Lo prueba la cantidad de peruanos que optan por aventurarse en la letal travesía del Darién, antes que continuar agonizando en este páramo gobernado por delincuentes y negacionistas.
Tal como lo advertimos en una columna reciente, Alberto Fujimori se suma al cortejo empeñado en el ultraje de nuestra memoria y la realidad. Sus fujivideos, en una evidente intentona de hacer olvidar los de Vladimiro, intentan desmentir todo lo que hemos vivido y aprendido. En su última versión la emprende contra el LUM, El Ojo que Llora y La piel más temida. Aprovechando la aparente pasividad de las mayorías, intenta fabricar una narrativa que pervierte todo lo que hemos aprendido en estos años, tras su vergonzosa fuga a Japón.
Todos estos emprendimientos retrógrados, en los que se nos propone una alucinación negativa —el borrado activo de una percepción—, se apoyan en el pantanoso terreno de la desesperanza. La propuesta, simplista pero avasalladora en la medida que no parece haber reacción de un cuerpo social desalentado, puede parecer incontenible. Las imágenes, sin embargo, están sujetas a interpretaciones. Así como nos hemos referido a las patas de los caballos del alcalde, pensemos en lo que ha ocurrido recientemente con ese ómnibus que intentó atravesar las vías del tren antes de que este pasara. El irresponsable chofer no lo consiguió y el ferrocarril se lo llevó de encuentro, causando una de esas tragedias que son el sino de nuestros transportes masivos.
El nombre de la empresa de buses no podía ser más elocuente: Apocalipsis. La lectura más apresurada es que el bus contiene al Perú atropellado por un tren repleto de rufianes. Esto es congruente con la imagen de ser pisoteados por caballos desbocados, es decir todos los arriba mencionados. Pero la mente humana no se rige por algoritmos previsibles. Las encuestas tampoco son predictores infalibles, pero sí permiten hacerse una idea de la magnitud del repudio que provocan estos fanáticos del Apocalipsis. Un tren, como se sabe, puede ocultar a otro.
Jorge Bruce es un reconocido psicoanalista de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado varias columnas de opinión en diversos medios de comunicación. Es autor del libro "Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo".