Cuando llegué al Queirolo, de Camaná y Quilca, Eloy Jáuregui Coronado ya estaba sentado en su mesa de siempre (la número 5), entrando a la izquierda, en el primer salón. Era la una y diez de la tarde del sábado 18 de noviembre de 2023. Afuera el sol azotaba casi como agujas calientes.
Lo había invitado a almorzar. “Hazte una, pues, Silvestre”, había dicho días antes por el teléfono celular. Y señaló, será en el Queirolo del Cercado de Lima; espacio natural de buena parte de los poetas, narradores, músicos, pintores, artistas en general, intelectuales y librepensadores de nuestra ciudad desde hace más de 50 años. Y centro de reuniones de Eloy.
Llevaba un pantalón plomo, polo azul y camisa tipo casaca, blanca con cuadros plomos. Y sus alpargatas azules.
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El sábado hacía sed. Yo le debía un almuerzo desde hacía años, pues Eloy siempre ha sido generoso conmigo. Me dio mi primera chamba en el periodismo, hace 39 años, en el Diario de Marka. Él era editor de Deportes y de Culturales, sección esta última donde también laboraba Juan Ramírez Ruiz, poeta y uno de los fundadores del Movimiento Poético Hora Zero (junto con el inmenso poeta Jorge Pimentel).
Eloy Jáuregui está sentado y hacia él viene su moza favorita, Rossana. Pide un vino Frontera tinto (cabernet sauvignon), junto con un sancochado especial, que fácil alcanza para dos. Yo mandé una Coca Cola jumbo.
El periodista, cronista, escritor, poeta, profesor universitario y narrador oral de cientos de historias pinta algunas canas, enhebradas entre su cabellera ondeada. Ha subido de peso.
Hace más de 40 años, cuando nos conocimos, era delgado y llevaba una camisa a cuadros. Llegó a una charla sobre Hora Zero y la poesía a San Marcos. La había organizado el valioso poeta y profesor Pablo Guevara. Acompañaba a Jorge Pimentel.
Este último explicó qué planteaba Hora Zero y lo que era la Poesía Integral. Jáuregui agregó lo suyo. Eran dos Poetas mostrando sus únicas armas para reconstruir el mundo: las palabras y su combustible, esa vital gasolina.
Yo era estudiante de Economía en San Marcos. Pero, más estaba en las clases de noche del programa de Literatura y en el patio de Letras. En las mañanas era obrero en una fábrica del Callao.
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Eloy le contó a un amigo en común, el empresario de Gamarra y extorero Edgard Córdova, años después, que yo quise conversar con ellos después de la charla y que él me dijo: “Si tienes para una chata de ron, podemos hablar”. Y que fuimos hasta el jirón Quilca, en el centro de Lima, a abrir la bendita chata de ron. Y allí se inició una cadena de chatas, cervezas, vinos, anticuchos y pancitas, lomos saltados, cebiches y sudados de tramboyo; y una amistad que resultará eterna.
Cuántas horas de cerveza nos hemos tomado con Jáuregui, no lo sé. Y si lo sé, no lo diré (él solía lanzar, por ejemplo: “Mozo, tres horas de cerveza”, y la gente de las mesas contiguas se moría de la risa). Pero, que hemos bebido, hemos bebido; nos hemos bajado un mar de chelas, y en el camino han quedado cerros de chapas.
El vino Frontera está bueno. Pero, sin duda, es solo un acompañante menor de la descarga, del huaico de vivencias que uno escucha al hablar con Eloy, para mí y para mi familia un Hermano Mayor.
En las redacciones donde hemos laborado, este capricorniano del 13 de enero siempre demostró brillantez, ojo agudo para los titulares y una sapiencia que solo la otorga el oficio periodístico, la lectura voraz y permanente, el consumo de arte de todo tipo, la calle recorrida, el ojo de ver la dimensión profunda del alma humana en cualquier lugar, en cualquier esquina, en cualquier persona, de más a pie que camine o pata calata que sea.
La poesía, la alta poesía, le daba a Boleto (como le decían en su amado barrio de Surquillo y en el Banco Hipotecario, donde laboró de muy joven) una sensibilidad de la que no gozan los no elegidos.
En la redacción, en los almuerzos, en las enajenadas noches de bohemia dura, Eloy mostraba vereda y piso recorridos, lecturas y gusto omnívoro por la cultura. Leía de todo (su padre Néstor tenía un kiosco de libros en el Parque Universitario, y su mamá Juana lo alimentó con música criolla y tropical); lo oí en múltiples ocasiones hablar de Guillermo Cabrera Infante, José Lezama Lima y lo barroco; lo mismo que de Gabriel García Márquez, José María Arguedas, el Inca Garcilaso de la Vega o Guamán Poma de Ayala.
Y en algunas ocasiones en los bares, en medio de los transportes y elevaciones de las bebidas, recordaba a César Vallejo de Intensidad y Altura en Poemas Humanos y decía: “Quiero escribir, pero me sale espuma, (…)/Quiero escribir, pero me siento puma; (…)”. Y seguíamos chupando.
Creía en el poder transformador de la poesía, de la literatura, del arte, y defendía la vigencia del Pensar, del Pensamiento. Era un hombre de izquierda y nunca transigió ni traicionó su posición.
En 2010, en una entrevista dijo: “El Pensamiento es lo único que nos hace libres. Pero, si no sabemos Pensar, vamos a seguir el camino como una recua de animales”.
En su columna de La República cuestionó a los políticos corruptos y a la política de los trapos sucios y los actos venales.
Fue trotskysta, estudió Lingüística en San Marcos y Periodismo en la entonces Escuela Jaime Bausate y Meza.
Amaba la música criolla, la música cubana, la música andina. Era un cultor de la salsa dura, el bolero, las diferentes vertientes de la mencionada raíz cubana.
Tenía su saoco para bailar. Paso chiquito, con elegancia, como se hace en la salsa de verdad. Y también le daba al canto. En medio de las conversaciones, hilando con el tema, metía a veces un bolero, un vals o un son, o un tema de Benny Moré.
En su libro Pa' Bravo Yo, Historias de la Salsa en el Perú, escribió: “(…) siempre sueño que canto con mi orquesta a la manera de Tito Rodríguez. Que, en una mesa, ella se toma un trago y yo inspiró un guaguancó. Pero el Creador me mandó a meterle mano a las teclas.”.
El tinto Frontera acabó y Eloy pidió a Rossana otra botella. Yo solicité mi segunda Coca Cola jumbo sin helar (para no terminar en UCI).
En los 80, después del cierre de edición, podíamos estar en el Pilsen de Jesús María, pasar a Las Pancitas de Quilca, el Queirolo del centro, la Máquina del Sabor de La Herradura, y terminar en la esquina de Carlos Zavala y Grau, en un restaurante con ventanales inmensos donde había unos lomos al jugo y unas chitas al vapor inconmensurables. Y harta chela. En ese momento, podían dar las 7 de la mañana. Y a las 9 a. m. o clock todos ya estábamos listos (y duchados) para un día más en la redacción.
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Siempre la música ha acompañado a Eloy Jáuregui. La Sonora Matancera, Benny Moré, Olga Guillot, Los Embajadores Criollos, Los Shapis, Chacalón, La Flor Pucarina, la Fania, Willie Rosario, Ray Barreto, Ángel Canales, Héctor Lavoe, Rubén Blades, Justo Betancourt, Irakere, Van Van. Manolito Simonet, Isaac Delgado, y un larguísimo etc., etc., y etc.
Tardes y tardes escuchando salsa dura en su casa del segundo piso en la Av. Pershing, hace unos quince años o, más atrás, en su departamento de la Residencial San Felipe, primer piso, a 100 metros de la casa donde vivía su mamá, en Los Fresnos.
En Pershing, mientras veíamos y escuchábamos en el DVD conectado a su pantalla de 50 pulgadas al cubano Israel Kantor, excantante de los Van Van de Cuba, me decía que se trataba del mejor sonero seguidor de Benny Moré. Y yo coincidía, mientras los Gato Negro tintos y las latas de cerveza descansaban en la mesita de centro. En ese minidepartamento de paredes blancas y con una valiosa y escogida biblioteca, en el fragor de la batalla musical, Eloy preparaba, algunos domingos o sábados en la tarde, su cebiche mixto. Que era una exquisitez, y no exagero.
En el segundo vino empezamos a hablar de a dónde queremos ir. Dijo que estaba iniciando un libro que le había encargado Nílver Huarac, su compañero de promoción en lo que era la Escuela y hoy es la Universidad Jaime Bausate y Meza, basado en la vida de este personaje.
Recordó cuando ingresé a Hora Zero, después de que Pimentel, Tulio Mora, Enrique Verástegui, Miguel Burga y el mismo Jáuregui leyeran mi poema Carne de Hotel (que hoy se encuentra en la antología Hora Zero Los Broches Mayores del Sonido, que trabajara con una dedicación encomiable el inmenso poeta Mora) y le dieran el visto bueno horazeriano.
Allí contó Jáuregui que estaba trabajando una novela y que tenía escritas varias líneas y otras ya imaginadas en su esquema de trabajo. Dijo que sería como la vida misma, con su idioma complejo y bello (como sus imágenes barrocas en el libro de poesía Fotografías) y sus sonidos propios y búsqueda de imágenes que transmitan; y con su porción de calle, palabras de la vida diaria y hasta su coprolalia. Y dije, para mí, como la Poesía Integral de Hora Zero. Entra todo como en mercado informal de Lima Norte.
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En todo caso, Eloy quería explicar al país en sus palabras.
Fue después de ello que le conté que estaba pergeñando una novela. Y que transitaba por todo lo que me consta del país hasta hoy. “Termínala”, dijo, conciso.
Hablamos de Roberto Bolaño (fundador del Infrarrealismo junto con Mario Santiago Papasquiaro) y de Los Detectives Salvajes, de 2666 y de Estrella Distante. Jáuregui remarcó que Hora Zero y el Infrarrealismo son movimientos hermanos. Y que en 2015 hicieron un recital conjunto en la Casa de la Literatura.
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Jáuregui estaba leyendo nuevamente a Malcolm Lowry y su libro Bajo el Volcán; los caminos de Geoffrey Firmin (alcohólico permanente, excónsul de Reino Unido en Cuernavaca, México) en su propio infierno personal alcoholizado y autodestructivo, y su búsqueda para exteriorizar un mundo que no va hacia nada y que, por el contrario, se despeña a su abismo con insensatez. “Es un librazo, de los más importantes del siglo XX”, dijo.
Coincido plenamente. Contiene pasajes de una escritura desgarrada, desesperada, con una belleza que solo da el manejo profundo del arte de escribir.
Por el poeta supe que había viajado a Cuernavaca en 2017, con el fin de conocer la casa donde vivió Lowry.
En México lo recibió el poeta infrarrealista José Peguero. Y de allí viajó a Cuernavaca (Estado de Morelos) donde su guía fue el periodista ligado al infrarrealismo Raúl Silva de la Mora. Buscó la habitación de Lowry, Humboldt 19, donde se escribió parte de Bajo El Volcán, espacio convertido hoy en el Hotel Bajo El Volcán; y buscó y buscó la cantina El Farolito donde ocurren varias de las borracheras de Firmin, que no es más que el alter ego de Lowry, quien bebía todo el día y era feliz (e infeliz) con el tequila y aún más con el mezcal (trago mucho más fuerte que el primero). Nunca halló El Farolito.
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Pese a todo, Eloy se tomó la foto de rigor frente al mencionado hotel y escribió una valiosa crónica de donde rescato un párrafo que pinta su arte y su desenfado.
Explico. Al reseñar un informe del psiquiatra Donald Goodwin, quien enumera las bondades del alcohol para desinhibir y paliar la soledad, Jáuregui le pega un patadón mental y dice: “Hay un detalle, estimado Goodwin y déjate de huevadas, el alcohol desquicia y perturba. Solo Lowry fue un predestinado, Por ello su libro es un trago, un largo trago de 12 horas”. Carcajada obligada.
Así era Eloy. Un erudito y un jodido vacilador. En la fineza de su escritura, aparecía, de pronto, una muestra de la sapiencia del barrio y un puñetazo verbal escrito con altura sacerdotal, casi como un paso de salsa hecho en la superficie de una loceta. En la vida real, sabía meter su golpe, lo dicen sus compañeros de la Gran Unidad Escolar Ricardo Palma de Surquillo, y tiraba su baile, como lo puede confirmar Omar Córdova, de la Descarga del Barrio, esa fiesta de la música tropical que inventó Omarcito para el bien de la salsa golda (gorda), nuevayorquina, puertorriqueña y cubana. Y también lo reafirma Aldo Bongo Alarcón y su Rumba Caliente de Breña York.
Lowry es un Maestro, dice Eloy. Y así es. Y no le gustaba el trago, digo yo. No le gustaba nada, dice, le encantaba…huevón.
A mitad de la segunda botella de vino llegó a la mesa de Eloy, en el Queirolo, el sancochado especial. Pintaba perfecto. Lo devoramos todo. Él solo comió su porción de carne. Yo consumí el pecho suave y arrasé con las papas, las yucas, las zanahorias, el choclazo y la col, la sarsa de cebolla y los ajíes. Atracón.
La de esa fecha, 18 de noviembre de 2023, era solo una reunión donde le brindaba un pequeño agasajo a uno de mis maestros en el periodismo. Y al amigo que apostó por mí, pese a que yo no era ni conocía a nadie en ese mundo (y hasta ahora no creo haber llegado muy lejos). Solo tomamos un par de fotos, que un amable mozo se prestó a hacer.
Nos despedimos como a las 6 de la tarde. Él tenía que ir a ver a Bizcochito, su compañera, según me dijo. A mí me esperaba en otro ring una linda dama, de afiebrante piel blanca.
Me regaló su último libro, Una pasión crónica, y lo dedicó. Puso: “Para Miguel Silvestre y su familia este recuerdo de nuestra amistad. Gracias”. Rubricado con su EJ.
Dijo envíale un saludo a tu madre, a tu hermana, a toda tu gente. Yo le contesté, gracias Eloy; saludos a Biscochito, a tus hijos, al gato Pepe y a tu nieto Fórmula (que aparte de leche materna consume leche en polvo, en lata, que le llaman Leche de Fórmula), quien ya andaba destruyendo todo lo que encontraba a su paso en la casa de su abuelo, en la Unidad Vecinal de Mirones Número 3 (donde también escuchamos el 2023 música cubana y los bolerazos de La Freddy, Fredesvinda García Valdés, una cubana que literalmente cantaba desde las profundidades de sus arterias, venas y ventrículos, y cuya portentosa voz es descrita en páginas del libro Tres Tristes Tigres, del genial cubano Guillermo Cabrera Infante).
Nos dimos un abrazo de Hermano Mayor a Hermano Menor. Y hablamos por teléfono antes de Navidad y antes de Año Nuevo 2024.
No más vi a Eloy. El domingo 7 de enero de 2024, en la noche, cuando regresaba de estar con mi madre como todos los domingos, me escribió por el Messenger mi sobrino Miguel y me dijo: Hay una noticia triste, tu amigo Eloy Jáuregui ha fallecido. Lo dicen los periodistas en las redes.
Lo corroboré minutos después con un par de llamadas. Me lo confirmó un amigo, el periodista de La República Ángel Páez, a quien se le notaba la pesadumbre en el hilo de la voz.
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El lunes 8 de enero, a las 10:58 a. m., mi querida hermana María escribió unas emocionadas palabras en el Facebook. Terminé de leer y me puse a llorar.
Fue un sollozo largo y apagado y en soledad, como cuando murieron Ricardo Gutiérrez, periodista y compadre; mi primo hermano Walter Varillas, sociólogo importante; y mi primo y casi hermano Ignacio Varillas; todos los cuales gozaron del carisma, la sapiencia y el don de gentes de Eloy. Horas después, a la 1:13 p. m., vi otras líneas de Fernando Jiménez, un periodista de deportes que había recorrido la cancha con él, y volví a llorar.
En la tarde-noche fui al velorio en el Colegio de Periodistas de Lima y me conforté al observar que a Eloy lo quería todo el mundo: sus familiares, periodistas de todos los sectores, poetas, músicos, artistas, gente de Surquillo; todas las disciplinas juntas, todos hermanados.
A nombre de Hora Zero, habló el poeta Jorge Pimentel. Discurso emocionado. Y casi se le escapa un sollozo, y hubo un quiebre de su voz, cuando agradeció a Eloy por toda la historia de vida y poesía que nos obsequió.
El martes 9 de enero estuve temprano, para ir a la cremación. Lo despidieron con Pa’ Bravo Yo, de Justo Betancourt. Allí recordé todas las jaranas por donde estuvimos; los bailes, la alegría de los asistentes, las chelas en el Tobara, de Surquillo, el bar de nuestro hermano Ricardo Bruno, también en Surquillo, donde recalábamos de madrugada, el cachito y sus dados; las frases que él recordaba de los libros que leía, las rockolas de los bares, los cebiches de Rolando, en el jirón Washington, escuchando a la Sonora Ponceña, Héctor Lavoe, Irakere, el Conjunto Experimental Nuevayorquino, La Típica 73 y al gran Ray Saba, ese genio desconocido e incomprendido y fallecido en Nueva York, víctima de sus excesos; las historias que contaba, siempre exageradamente reales y con todos los escuchas literalmente matándose de risa. Y allí volví a llorar. Su hermana Tota, segundos después, me tomó del hombro y me dijo, muy amable: Tranquilo.
Al camposanto Mapfre de Huachipa, llegamos pocos. Sus familiares; sus hijos Rodrigo (papá de Fórmula), Diego y Alonso; Susana, la madre de sus hijos, Bizcochito, y el promotor salsero y escritor chalaco Gabriel Granda. Eran como las 11 de la mañana. El sacerdote hizo el responso y habló de la finitud y de que en el infinito habrá paz y que el Creador estará allí.
Yo pensé en todo lo que le faltaba aún a Eloy Jáuregui para hacer en este mundo injusto: terminar su novela, seguir luchando por hacer un periodismo decente y bregando por que la gente Piense y no sea un borrego más de los que detentan el poder y manejan la mermelada; continuar siendo un inconforme frente a la conformidad y, más que nada, escribir con esa inmensa capacidad para unir palabras y provocar, mediante tal conjunción imponente, sentimientos y emociones.
Decía, para adentro, qué injusto, cuando al iniciar el responso ingresó un picaflor. Un ave inquieta que bebía o chupaba (chupar, qué verbo más adecuado) el néctar de las flores de los arreglos que llegaron del velorio, y que solo se fue cuando el sacerdote dijo “esta ceremonia ha terminado”. En ese momento, el ave agitó aún más las alas, salió por donde había venido y se elevó hacia el cielo. Yo solo musité, también para adentro: Chau, Hermano Mayor.
A la salida de la capilla, Bizcochito, agarrando fuerte un cuadro con la imagen de Eloy con saco, sus lentes, y mirada de actor de película de Travolta de los 80, sonrió cuando alguien sugirió que ese picaflor podía ser el alma de Eloy. Yo estoy seguro que eso es verdad.
Columnista invitado. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.