Opinión

Ni olvido ni perdón

Hay que recuperar la memoria de lo ocurrido con Sendero Luminoso para que nunca se repita.

El 28 de agosto del 2003, se entregó el informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. En él se da cuenta de la dimensión del crimen cometido: 69.280 personas murieron y desaparecieron a causa de la violencia que azotó el país. Sendero Luminoso (SL) fue responsable de la mayoría de crímenes dirigidos especialmente contra los más pobres, dirigentes y autoridades.

Las zonas más afectadas por la violencia fueron principalmente Ayacucho (70%), y le siguieron Junín, Pasco, Ucayali, Huánuco, San Martín, Huancavelica, Apurímac, Puno, Cusco. Lima fue sacudida por la ola de atentados hacia el final de la acción terrorista, como el ataque perpetrado en Tarata, que cobró la vida de 25 personas y dejó heridas a otras 155.

La conclusión 5 de la CVR señala que la población campesina fue la principal víctima de la violencia. De la totalidad de víctimas reportadas, el 79% vivía en zonas rurales y el 56% se ocupaba de actividades agropecuarias. A SL se le atribuyen unas 200 masacres.

Un ejemplo vil de la ola criminal contra los más pobres lo constituye la masacre de Lucanamarca, ocurrida el 3 de abril de 1983, donde fueron asesinados 69 campesinos. Abimael Guzmán, luego, admitiría los crímenes, pero sin reconocer su vesania ni pedir perdón: “Nuestra tarea fue asestar un golpe devastador… para hacerlos entender que no iba a ser fácil”. O la masacre de Soras, Ayacucho, donde se asesinaron a 117 campesinos, modestos agricultores que se negaron a apoyar a SL.

Poco se habla del holocausto ashaninka en el que se diezmó la población aborigen, por negarse a sumarse a la causa senderista. Según la CVR, 10% de la población pereció y otros 10 mil fueron obligados a abandonar sus tierras. Se ha establecido también que funcionaron en la zona campos de concentración para aterrorizar a las poblaciones que no se rendían.

Dirigentes populares fueron asesinados de forma cobarde, dirigentes políticos de distintas filiaciones, militares que perecieron en atentados o en el combate directo al terrorismo, hombres y mujeres cuyos crímenes forman parte de dos décadas en las que las migraciones internas, la destrucción de los sistemas de luz, agua y los ataques contra la industria colocaron al país al borde mismo del caos y la destrucción.

La democracia y la resistencia popular pudieron imponerse finalmente. Con la muerte de Abimael Guzmán, queda ahora restablecer la memoria de lo sucedido, para que nunca se repita.