La señorita de la dulcería atendía muy amable y quizás por eso se volvió tan evidente la rudeza de la mujer que –obviando a los demás clientes que estaban antes que ella– dijo dame un suspiro. No por favor ni deme, dame. Después de eso contestó con escuetos “sí” a las preguntas, pagó y se largó. Ni gracias, ni chau. Lo comenté en Twitter porque me dejó amargo el postre y supongo que para señalar la descortesía. La hubieras filmado para subir el video a Facebook y que la destruyan, me dice un tuitero. El feis, esa cocinita del fanatismo y la histeria donde pasar del señalamiento del error al sabemos dónde vives y te vamos a matar es cosa de minutos. ¿Vale la pena exponer a insultos y amenazas de muerte a una malcriada que no dice por favor? De ninguna manera. Circula por ahí la explicación simplista de que en las redes las personas se sienten libres de sacar lo peor de sí mismas y que esa violencia frenética es puro blablá que vive solo en el mundo virtual. Lo cierto es que esas cuentas las maneja gente que desde el anonimato o en la seguridad de que no será penada por las bestialidades que escribe insulta y amenaza sin medirse. Las personas que alimentan a diario esa furia escondida existen en el mundo no virtual. Puede ser la persona que trabaja a tu lado, el hombre que maneja el taxi en el que vas, tu hijo o tú. La furia y el peligro crecen offline. No digo que no haya cosas que denunciar en redes, pero apelando –si acaso es posible– al raciocinio colectivo, a la proporcionalidad y tratando de evitar que los muros del denunciante y el denunciado se conviertan en el terreno donde una turba de iracundos con la mente nublada electrocuta y le prende fuego a una mujer que cometió el error de no dar las gracias en una dulcería.