Retirado en sus cuarteles de invierno, don Guillermo “Willy” de la Cruz es el único púgil peruano que se enfrentó al mítico Muhammad Alí. Y todavía vive para contarlo.,Uno. Está groggy. No porque le hayan encajado golpe alguno sino porque el ring montado sobre la cancha que ve a la tribuna sur del Estadio Nacional hierve de gente: fotógrafos con sus flashes en alerta permanente, periodistas curiosos, hijos de vecino que han venido a ver cómo el excampeón mundial de los pesos pesados, Muhammad Alí –el más grande y el más bonito–, hace trizas a un boxeadorcito como él, un zambo alto, flaco y sin chiste, de nombre Guillermo de la Cruz, “Willy” para la gallada de la calle San Miguel, en Surquillo. “Ver miles de personas que gritaban de todo como que me mareó”, recuerda hoy. Estaba allí para enfrentarse a un hombre que había vencido por knock out al mismo Superman. Un tipo malo, muy malo, que asesinó una roca y mandó al hospital a un ladrillo. Apenas empezó el asalto, Alí hizo gala de su consabido baile de mariposa. Era un lepidóptero en estado perfecto que flotaba con sus cuatro alas en el cuadrilátero. El respetable rugía: ¡Dale, dale, dale! Quería ver en la lona a ese atrevido que osó cuadrarse a ese hermoso gladiador que un día tuvo la corona de los completos. —Hubo puñetes de ida y vuelta. Yo no los sentí al principio porque tenía puesto un protector por si las moscas. En el primer round Alí se tiró al piso por pura payasada, rememora ahora don Wily. Dos. En el siguiente round, don Willy decidió ir por más. Se había quitado el protector dispuesto a que "sienta su mano" y pelear con él de igual a igual. Craso error. “Lo conecté bien y se me vino encima”, recuerda. “Estaba amargo”. Puso el mismo gesto adusto que tuvo un día antes, durante la ceremonia de pesaje en el Salón Perú del Hotel Crillón. Alí, que no pudo recuperar el trono con Joe Frazier, fue traído a Lima el 8 de marzo de 1971 por el empresario Alex Valdez. Llegó el sábado 18 de setiembre de aquel año, en compañía de su entrenador, Angelo Dundee, y de Al Johnson, su sparring, para dar una pelea de exhibición. Durante la presentación, Willy lo saludó de manera cortés: “Mucho gusto, míster Cassius Clay”. —Nooo, le contestó mientras le clavaba la mirada —I’m Muhammad Alí. Detestaba que le llamasen Clay. Ese era un nombre de esclavo estadounidense y él se consideraba un ser libre. Había adoptado el Muhammad Alí (Amado de Dios) tras convertirse a la religión musulmana. Ello ocurrió tres días después de conquistar por primera vez el título mundial de los pesos pesados, el 25 de febrero de 1964, ante Sonny Liston, un boxeador de extenso palmarés carcelario a quien dejó como una zapatilla. Tres. La vida de Alí se puso patas arriba tras desafiar al sistema establecido y convertirse al Islam. En 1967 rehusó enrolarse para pelear en Vietnam. “Ningún Viet Cong me ha dicho negro”, decía. Le quitaron el título mundial que arrebató a Liston, así como su licencia para boxear. De nada valió su oro olímpico en los Juegos de Roma cuando, aún como Cassius Clay, ganó la máxima medalla en la categoría semipesado. —Lo admiraba pese a que había perdido su primera pelea con Frazer, dice don Willy. Admiraba su coraje y rebeldía en defensa de los negros. Luchó por su raza. Cuatro. Empezado el cuarto round, el peruano salió dispuesto a no provocar más. Durante el descanso, Vicente Rodríguez, su entrenador, le recomendó absoluta cautela. Alí, transmutado en mariposa, era aplaudido por los miles de asistentes cada vez que metía un gancho certero, un uppercut, un jab, todo el arsenal de golpes que salían como poesía de sus puños furiosos. Por un momento, Willy se preguntó por qué estaba allí arriba. Max Aguirre, su empresario promotor, le dijo que sería el elegido, pese a que habían voceado a Roberto Dávila, ‘El Gigante de Surquillo’, un zambo de casi dos metros que había peleado en el Madison Square Garden con Chuck Wepner, el púgil que inspiró a Sylvester Stallone para su película Rocky. “Querían alguien con mi tipo: técnico, vistoso, movido, con bastante esquive”, dice. “Me pagaron casi 20 mil soles”. Cinco. Alí dominó claramente la contienda. Sus piernas y velocidad asombrosa descolocaron a Willy de la Cruz que solo bloqueaba y esquivaba. Tuvo que intervenir Pepe Salardi, el réferi nacional que arbitró casi todas las peleas en los años de oro del boxeo peruano. Dundee, desde su campamento también le advertía que la pelea era de mentira. “Me salvó el campanazo”, dice don Willy con una sonrisa que aún recuerda al detalle la velada pugilística de aquella noche en el Coloso de José Díaz. Abrazos y manos en alto.