Domingo

La guerra nunca muere

Al reconocer a Hamás como poder beligerante, está reconociendo, de manera implícita la plausibilidad de un Estado palestino independiente.

Al reconocer a Hamás como poder beligerante, está reconociendo, de manera implícita la plausibilidad de un Estado palestino independiente. Foto: composición de Jazmín Ceras
Al reconocer a Hamás como poder beligerante, está reconociendo, de manera implícita la plausibilidad de un Estado palestino independiente. Foto: composición de Jazmín Ceras

Hoy muchos se burlan de la prisa con que Francis Fukuyama pronosticó, en un ensayo de 1989, que tras el fin de la Guerra Fría no habría luchas ideológicas y se impondrían las democracias liberales, sin riesgos de vida, pues “viviríamos el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas”. Luego ese pronóstico lo transformó en libro —El fin de la Historia—, que remeció el pequeño mundo de los que leen libros.

Decir que se equivocó es ahora un lugar común. Pero es justo reconocer que tenía pruebas duras para su optimismo. Según informes politológicos solventes, desde la distensión marcada por los encuentros entre el líder soviético Mijail Gorbachov y el presidente de los EEUU, Ronald Reagan, las guerras, las violaciones de los derechos humanos, los golpes de Estado y las crisis internacionales venían a la baja. Un informe del Human Security Centre, de la universidad canadiense British Columbia, cifraba en un 40% la reducción de los conflictos armados y mostraba una caída del 80% en los que causaban más de 1.000 muertos. Los bienpensantes pronosticaban un gran futuro para la ONU. Esta ya podría dedicarse a consolidar el objetivo de la paz que le fijaba su carta, con base en la excelente labor cumplida por su secretario general peruano, Javier Pérez de Cuéllar.

Pocos previeron que el terrorismo vendría a ocupar el supuesto vacío de conflictos macro. Dicho en forma más simple, no conozco estudios serios que hayan detectado el destacado porvenir bélico del terrorismo, ni su capacidad para catalizar un retorno al tiempo de las guerras.

Terrorismo a otro nivel

El tema lo esbocé en una columna anterior, tras asomarme a las investigaciones sobre el “superterrorismo” de la George Washington University. De esos trabajos se desprende que, según sus contextos geopolíticos y como sucede con los ejércitos regulares, las organizaciones terroristas también se actualizan y potencian. Pueden acceder a armas sofisticadas, tecnologías de punta, financiamientos generosos y operadores de inteligencia y contrainteligencia de aliados internacionales. Esto puede habilitarlas para ejecutar estrategias y tácticas que superen las propias de las guerras asimétricas, causando a sus enemigos un daño eventualmente mayor que el de cualquier guerra convencional.

Fue lo que dejó en evidencia Hamás, el 7-O. Desde territorio libre de colonos israelíes, con la plenitud del poder político en la Franja de Gaza, información actualizada sobre el alistamiento de las fuerzas de defensa de Israel y moral mística de combate, pasó de los atentados sistemáticos contra Israel a una operación terrorista de envergadura bélica. Su invasión por aire, mar y tierra dejó más de 1.400 víctimas civiles y 2 centenares de rehenes, ante el espanto de la opinión pública mundial. Objetivo presunto: bloquear la consolidación geopolítica de Israel en la región, incluso al costo de enfrentar una réplica devastadora.

No está claro si sus jefes previeron que esa réplica sería una declaración de guerra total. En todo caso, primero asimilaron el rechazo mundial por su salvaje ataque contra civiles y luego asumieron la conversión de sus “mártires suicidas” en una población gazatí mártir. Hoy, con más de 20.000 víctimas —más civiles que combatientes— y en un lapso fantásticamente corto, eso les permitió pasar de líderes de una organización victimaria a jefes de una organización a cargo de una población victimizada. Incluso es posible que los historiadores del futuro incluyan a Gaza como un equivalente trágico de las calamidades humanitarias en Gernika y Dresde, durante el siglo pasado.

Inercia de la arrogancia

Decisivo para ese macabro éxito fue la inercia de la superioridad tecnomilitar del Gobierno de Biniamin Netanyahu. Un folleto de su cancillería elaborado a fines del siglo XX explicaba que “ningún terrorista se ha infiltrado desde la Franja de Gaza en los últimos años, porque allí existe ya una cerca electrónica”.

Con base en esa confianza hipertrofiada, el primer ministro no atinó a decodificar de manera oportuna lo que estaba sucediendo al otro lado de esa cerca. Por lo mismo, no atinó a innovar en la disposición de su fuerza, a negociar una mejor relación con la Autoridad Palestina de Mahmoud Abbas ni a escuchar a políticos israelíes y extranjeros —entre los cuales el presidente de los EEUU, su aliado más poderoso— que le aconsejaban no actuar desde la arrogancia.

Por lo dicho, hoy no solo está en una débil posición ante la opinión pública mundial. Además, la guerra larga que pronostica puede expandirse en la región, está demandado ante la Corte Internacional de Justicia, expone a los judíos de todo el mundo a distintas clases de terror doméstico y no puede descartarse que conduzca a Israel a una victoria pírrica. Esto porque, al reconocer a Hamás como poder beligerante, está reconociendo, de manera implícita, la plausibilidad de un Estado palestino independiente.

Todo lo cual da una razón póstuma a su exrival Shimon Peres, quien, defendiendo la política “paz por territorios” —base de los frustrados Acuerdos de Oslo—, expresó una profecía en forma de plegaria: “Dios nos guarde de cegarnos con nuestro poderío bélico”.

Colofón ominoso

Con su nuevo tipo de guerra, Netanyahu contribuyó a normalizar la resignación ante la guerra de siempre. Esa que Fukuyama daba por extinta.

A esta altura, es evidente que la Guerra Fría solo impidió la confrontación entre los EEUU y la Unión Soviética. Incluso en plena vigencia del “equilibrio del terror”, Raymond Aron advirtió que a la corta o a la larga el derecho internacional debía someterse a la realidad: la guerra seguía existiendo y “no bastaba proclamar su desaprobación moral”. En 1993, Samuel Huntington reconocía que la paz, históricamente, era poco autosustentable. Lo planteó en un texto en Foreign Affairs, bajo el concepto de “el choque de las civilizaciones”. En su libro de 1995 El brillante porvenir de la guerra, Philippe Delmas —el más crudo de los analistas realistas— se mofó de los idealismos simplistas y las utopías jurídicas: “Dejemos de creer en el amor a la paz y al derecho, los tratados son el fruto de dilatadas pruebas de fuerza política”.

Es improbable que los dirigentes políticos actuales, que no leen, conozcan esas advertencias. Lo que sí es seguro es que se están cumpliendo. En el actual mundo multipolar, con la ONU en modo reposo, la invasión de Rusia a Ucrania es un ejemplo contagioso. Vladimir Putin creó un eventual efecto-demostración para China respecto a Taiwán que, de arrastre, implicaría a los Estados Unidos. Kim Jong-un, por su parte, convirtió a Corea del Norte en un reservorio de armas nucleares y ha declarado su intención de usarlas. Esto lo convierte en un aliado apetecible para cualquier potencia hiperpragmática. En nuestra región, ese clima insalubre ha estimulado a Nicolás Maduro para anexarse el Esequibo guyanés. Tal vez cree que así conservará a Venezuela como territorio libre de democracia, soslayando dos cosas: la pertenencia de Guyana a la Commonwealth y el error del dictador argentino Leopoldo Fortunato Galtieri con su invasión de 1982 a las islas Malvinas / Falkland. El gobierno británico ya envió un buque de guerra a Guyana para recordárselo. Es el juego de la disuasión al desnudo

Mientras tanto, la democracia sigue declinando en el planeta y este nos abruma con incendios, inundaciones, tornados, tsunamis y terremotos. ¡Feliz año 2024, estimados lectores!