Domingo

El doctor Kissinger, el doctor Jekyll y el doctor Fausto

"Autorizo bombardeos secretos sobre Cambodia y Laos, considerados “santuarios” de combatientes vietnamitas, y dio armas al dictador indonesio Suharto"

"Se dice que, para garantizar la impunidad de Kissinger, vinculada a políticas de Estado, los EEUU rehusaron comprometerse con el Tribunal Penal Internacional". Foto: composición LR
"Se dice que, para garantizar la impunidad de Kissinger, vinculada a políticas de Estado, los EEUU rehusaron comprometerse con el Tribunal Penal Internacional". Foto: composición LR

Admirable para unos, malvado para otros, el centenario Henry Kissinger tuvo dos versiones tan desconcertantes como las del Doctor Jekyll y Mister Hyde, el bipolar personaje de Robert L. Stevenson. En una deslumbraba por su desparpajo, humor y conocimiento del planeta político. En la otra atemorizaba por la arrogancia despiadada con que ejercía su poder como vicario de los presidentes de los EEUU. Quienes más precozmente describieron esa dualidad fueron su colega de Harvard David Landau y Oriana Fallaci, la mítica periodista italiana. Para el primero fue “un profesor amargado, frustrado e inseguro”. Fallaci coincidió en que era un tímido oculto y logró sonsacarle una dosis de misoginia: “Para mí las mujeres son solo una diversión”, le confesó. Obviamente, tanto Landau como Fallaci quedaron registrados en su bitácora de las infamias.

Su lado luminoso

Con esa reserva, el doctor Kissinger hizo de su vida una obra de realismo mágico. Una sinopsis dice que nació en Alemania de familia judía, llegó quinceañero a los EEUU huyendo del nazismo, se nacionalizó norteamericano y estudió en las tardes para ser contador mientras trabajaba de día en una fábrica. Durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió en el Ejército, obtuvo el título de oficial de reserva y ello le abrió las puertas de la Universidad de Harvard. Su desempeño allí y los libros que comenzó a publicar fueron el inicio de una gran fama académica. Exceptuando a Landau, otros colegas y alumnos lo describieron como una de las mentes más brillantes del país.

Esa notoriedad suya atrajo a los buscatalentos del magnate Nelson Rockefeller y, luego, a los de la Casa Blanca. Como Secretario de Estado de Richard Nixon y Gerald Ford llegó a materializar el sueño de muchos internacionalistas: ejecutar las políticas que antes solo proyectaba. Ejemplificando con lo provincial, desde esa plataforma contribuyó, en 1976, a disuadir a los dictadores de Chile y el Perú de iniciar un conflicto armado por la aspiración marítima de Bolivia. En lo macro, fue el artífice del último Orden Mundial, con aportes sobre la seguridad compartida y la interrelación necesaria —no ideológica— entre las superpotencias antagónicas.

Superando la bipolaridad inicial de la Guerra Fría, sentó las bases de una relación triangular entre los Estados Unidos, la República Popular China y la Unión Soviética. La misma que, con el reemplazo de la Unión Soviética por Rusia, sigue vigente en nuestros años de Paz Fría.

Su lado oscuro

Tras la victoria electoral de Salvador Allende, los chilenos experimentamos la densidad de su parte oscura. Su declaración aludiendo a nuestra “irresponsabilidad” como electores fue un desplante antidiplomático. Calificar a Allende como “enemigo jurado de la democracia” y decir que los EEUU “nada tuvieron que ver con los planes de su derrocamiento” —consta en dos tomos de sus memorias— fueron mentiras propias de un político marrullero. Al respecto fue desmentido indirectamente por su embajador en Chile, Nathaniel Davis, quien reconoció la compleja circunstancia política de Allende. Más tarde, Colin Powell —uno de sus sucesores como Secretario de Estado— diría que, “respecto al Chile en los setenta y lo que ocurrió con el señor Allende, no es una parte de la historia norteamericana de la que estemos orgullosos”.

No fuimos los únicos en experimentar su pragmatismo inescrupuloso. Sus instrucciones secretas produjeron millones de víctimas en el sudeste asiático. Aserruchó el piso a los negociadores de Lyndon Johnson, para llevarse los laureles de la paz con Vietnam, al costo de siete años más de guerra. En paralelo, autorizó bombardeos secretos sobre Cambodia y Laos, considerados “santuarios” de combatientes vietnamitas, y dio armas al dictador indonesio Suharto para anexarse Timor, repitiendo la masacre de Yakarta. También indujo la caída del neutralista príncipe camboyano Sihanouk, creando un vacío de poder que llenó el genocida Pol Pot y sus jemeres rojos.

Según sus críticos, aquellos fueron crímenes como los configurados en Nüremberg. Terrible acusación para un judío que llegó a los EEUU huyendo del Holocausto. Para contrarrestarla, quiso salir jugando como Beckenbauer, uno de sus futbolistas admirados. Para ese efecto, tras firmar los Acuerdos de París sobre el fin de la guerra de Vietnam, consiguió ser galardonado con el Nobel de la Paz, al alimón con su homólogo norvietnamita Le Duc Tho. La jugada se le malogró, pues, como dicen los comentaristas del fútbol, el norvietnamita leyó bien la jugada y rechazó el galardón. Además, dos miembros del comité Nobel dimitieron en protesta.

Se dice que, para garantizar la impunidad de Kissinger, vinculada a políticas de Estado, los EEUU rehusaron comprometerse con el Tribunal Penal Internacional.

Demonio de la guarda

Mi conclusión es que, en cuanto internacionalista top, Kissinger fue tentado por su demonio de la guarda con una oferta dos en uno: ser el consejero del príncipe y el príncipe mismo. Fascinado, cedió a la tentación fáustica y vendió su alma académica al diablo. Descubrió, así, que debía renunciar a todo tipo de principios jurídicos, éticos, morales y democráticos y justificar cualquier hecatombe, aunque ello significara mentir o esconderse tras las instrucciones de un presidente.

Tal déficit moral pone en aprietos a quienes conocemos la excelencia de su obra académica. Esos textos son imprescindibles para entender la esencia y variables de la diplomacia, la estrategia y la geopolítica. Sus análisis de Richelieu, Metternich y Bismark son magistrales. También lo son sus semblanzas de los líderes que conoció de cerca, entre los cuales Mao Zedong, Charles de Gaulle y Margaret Thatcher. Pero, en paralelo, está la justificación de sus textos para engañar incautos: “Los líderes tienen poco tiempo para reflexionar (…), son como un hombre en la cuerda floja, solo avanzando pueden evitar una caída”.

Por eso, nunca asumió que los irreductibles líderes vietnamitas se consideraban ética e históricamente más civilizados que él y sus jefes estadounidenses. Tampoco asumió que el reproche mundial por sus mentiras sobre Chile le indujo algo parecido al arrepentimiento. Lo digo así pues, en su vasta obra posterior, eludió el tema de manera sistemática. En las 515 páginas de Liderazgo, su libro de 1999, publicado en tiempo complementario, brinda prolija información sobre los conflictos más notorios de los años 70-80, pero omite un país y dos nombres: Chile, Allende y Pinochet. Adhirió así a la sabiduría de don Quijote cuando, enfrentado a un fenómeno nauseabundo, dijo a Sancho que “más vale no meneallo”

En definitiva, este obituario descarnado lo identifica con los titanes de la política que describiera José Ortega y Gasset. Esos que no pueden lucir “las virtudes de un honrado y corriente burgués” pues la inmoralidad “configura los cimientos subterráneos que sustentan el gigantesco organismo de un gran político”.

Que descanse en paz, en la medida de lo posible.