Teófila Ochoa Lizarbe tenía doce años el 14 de agosto de 1985, el día que cambió para siempre su historia y la de su pueblo, Accomarca. Los militares llegaron temprano en la mañana y ordenaron a todos los comuneros a reunirse para una supuesta asamblea.
Su madre, Silvestra Lizarbe, le dijo a Teófila que ella y su hermano Gerardo, de 11 años, se quedaran en casa para cuidar a los animales. Ella se fue para el centro del pueblo, junto con sus otro cuatro hijos, entre ellos Edwin, de un año, que cargaba en la espalda. Desde la casa, Teófila pudo observar todo lo que sucedió ese día.
Los militares dividieron a los hombres y mujeres en dos grupos. Torturaron a los hombres, violaron a las mujeres. Luego les obligaron a entrar en una casa. Quemaron la casa y dispararon a todos los que estaban dentro, dejando muertas a más de 60 personas, más de 20 de ellos niños y niñas. Entre las víctimas, la madre de Teófila y sus cuatro hermanitos.
Accomarca fue una de las peores masacres del conflicto armado interno que vivió el Perú entre 1980 y 2000. El embajador de Estados Unidos en este tiempo lo calificó como el “My Lai peruano”, en referencia a una masacre cometida en 1968 por tropas norteamericanas en el sur de Vietnam, donde murieron más de 400 campesinos.
Luego de muchos años de impunidad, sobrevivientes de la masacre de Accomarca, como Teófila, lograron la justicia: en 2016, la justicia condenó a diez militares, entre ellos varios altos oficiales, a entre 10 y 25 años de prisión. La sentencia establece que la masacre, ordenada por altos oficiales militares, formaba parte de una política de Estado. Aun así, persiste la desmemoria y las estrategias de la posverdad.
Hay quienes justifiquen masacres como la de Accomarca —o la desaparición forzada de personas como los estudiantes de La Cantuta— como “necesarias” ante la amenaza de la subversión.
Nadie cuestiona que un Estado democrático tenga el derecho de defenderse contra organizaciones como Sendero Luminoso. Pero jamás tiene derecho de torturar, de violar y de matar a salvajadas a pobladores civiles. Este tipo de acto constituye crímenes de lesa humanidad, internacionalmente prohibidos. No cabe nunca ni amnistías ni prescripciones.
Sin duda, estamos lejos de lograr un sistema global en que los derechos humanos son plenamente respetados. Solo hay que mirar a Guantánamo o Syria o Ucrania.
Ante atrocidades como estas, el imperativo de no olvidar es crítico. También investigar, procesar y sancionar a los responsables, para ir construyendo el “nunca más” anhelado desde la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto.
Los y las sobrevivientes de Accomarca han contribuido decisivamente a esta lucha global por la justicia y la memoria. Hoy, a 37 años de una de las peores masacres en la historia del Perú, recordemos a este valiente pueblo y su lucha por verdad, justicia y memoria.