Siento que se separa de mí, alcanzo a ver sus movimientos en la habitación como una sombra que ha escapado de su cuerpo. Sé que tiene puesta la casaca bicolor, esa que no se ha quitado en toda la semana y que no va a ir al bar porque entre sueños apagó la alarma que había dejado programada. Son las tres de la mañana aquí en Madrid y el otoño va dejando paso a una basura de clima. Enciende la chimenea y se sienta en el sofá con la computadora sobre las piernas y unos audífonos, solo en medio del salón sigue las imágenes que llegan irregulares por Internet y cada tanto ahoga gritos para no despertarnos. Compartir cama no te hace necesariamente compartirlo todo. Si me hubiera levantado en ese momento lo habría pillado en medio de la penumbra con el rostro iluminado por la pantalla, pero continúo durmiendo ajena. Vivir con alguien más no convierte automáticamente todo lo suyo en propio. Esta es su ceremonia solitaria, el festejo mudo del migrante, el abrazo consigo mismo, el sueño más allá del sueño y las fotos de esos jijunas en el Nacional que llegan por WasApp, cuando de repente tocan la puerta. Son las 4 de la madrugada y ahí afuera están tres amigos suyos, que ahora le piden histéricos seguir viéndolo aquí en casa porque se les ha ido la señal en el bar. Y no hay ni una chela. Ahora son cuatro tipos, con sed, vestidos con los mismos colores, ahogando los mismos gritos para no despertarnos, abrazados, cabeza con cabeza, gritando en su “despacito” particular. Me levanto por la mañana y estoy ansiosa por preguntar qué ha pasado. ¿Y?, le digo, justo cuando sale por la puerta hacia su trabajo, sin mucha legitimidad. Antes de acostarme me había enterado de la última jugada del fujimorismo, así que puse en Facebook que no estábamos para ganar partidos y dos amigos me borraron. Después me arrepentí un poco. Cuando la alegría del otro es nuestra alegría, lo único que nos aleja del “borrado”. “Ah sí, ganamos”, me dijo muy normal y dio portazo.❧