En el Perú no ha habido casi espacio para la autoidentificación étnica. Lo normal era que te identificaran los demás. Y que fuera un equívoco. Los conquistadores nos llamaron indios por error y así pasaron 500 años. La identidad para nosotros siempre fue un desmentido. Si tuviera que fiarme de cómo me veían los otros tendría que identificarme como negra. Me llamaron negra tantas veces. Ojalá me lo hubieran dicho más de forma cariñosa. En la racialización va incorporado el odio, el ajeno y el propio. Como en la décima de Victoria Santa Cruz, me gritaron negra. Me sentí negra, fea, chola, otra. Nuestra mezcla es una carga pesada. Una vez, cuando tenía seis años alguien en el parque pensó que Felicia era mi mamá y yo muerta de vergüenza salí al paso para negarlo y aclarar que ella era “mi empleada”. Eso aún vive en mí y a veces, como hablábamos el otro día con Marco Avilés, despierta como un monstruo dormido. Nunca me ha gustado el mestiza, detesto el “trigueña” y todos los eufemismos que hemos usado para nombrarnos sin que escueza. Para escribir esta columna de autoidentificación he buscado en Google: “colores de madera”, quizá recordando aquel insulto racista de la chica que llamó a alguien “color puerta”. Y he encontrado que el color de mi piel se acerca al color del nogal, con vetas más oscuras y brillantes y otras más claras. Todas son distintas y todas hablan de mí. Aunque nadie venga a censarme a Europa –donde de seguro me “blanquié” un poco–, me identificaré como una chola de la costa, más norteña monsefuana y más mochica desde que vi los huacos eróticos de embarazadas y a la poderosa dama de Cao, por ratos con vetas ancashinas de Pallasca, pero nunca tristes ni derrotistas como se piensa Alan, y un apellido absurdo que significa “De Viena”. Creo que cada vez estamos más cerca de identificarnos sin dolor.