Necedades y chifladuras fundamentalistas, como las de Tubino, Letona y su anaranjada compañía, no pueden pasar. Porque si ello ocurre, lo que sigue es la censura de caricaturistas irreverentes, de canciones impías o la prohibición de ciertos libros y autores. ,La fe religiosa, vivida fanáticamente, o, si prefieren, cucufáticamente, puede hacer de la libertad una entelequia. O algo que, según la circunstancia, podría recortarse y restringirse. Incluso podarse. O hasta volverla prescindible. Porque eso es lo que ocurre cuando se quiere atar al Estado a la religión. A cualquier religión. Como escribió hace años Mario Vargas Llosa, “el fanático no entiende razones porque el fanatismo no es asunto de razón, sino de sinrazón”. La cosa viene a cuento porque el legislador naranja Carlos Tubino, uno de los firmantes de la tristemente célebre “Acta de Sujeción”, a través de la cual se comprometió a defender a los acusados por violaciones a los derechos humanos, ha vuelto a insistir, inquietantemente, en su mamarrachento proyecto de ley. Bautizado como “Ley Sodalicio” por el congresista Alberto de Belaunde, y como “Ley Inquisición” por la prensa, la iniciativa del fujimorismo pretende limitar severamente la libertad de expresión y criminalizar la blasfemia. Tal cual. Tubino lo niega, por supuesto. En un artículo, que parece haber sido escrito por un abogado leguleyo, insiste en el despropósito. Y a las críticas recibidas, que describen su aspiración represiva e intolerante, les achaca un “claro sesgo ideológico”. “No nos rasguemos las vestiduras por propuestas legislativas que no comulgan con algunas ideologías liberales”, advierte en El Comercio. Y cita a algunos países donde, supuestamente, existe “el delito contra la libertad religiosa”. Uno de ellos es España. Lo que no dice Tubino es que muy rara vez se ha aplicado este tipo de sanciones. Precisamente, por considerársele una acción punitiva retrógrada y atentatoria contra la libertad de expresión. Y cuando ello ha ocurrido, se ha hecho evidente la amenaza que entraña este tipo de espadas de Damocles. Traigo a colación el caso del fallecido cantautor español Javier Krahe (Madrid, 1944-2015), conocido por apelar al sarcasmo y a la ironía en sus canciones. En el 2004, durante una entrevista que le hicieron en el programa ‘Lo más Plus’, de Canal Plus, se propaló a manera de fondo de la conversación, en una pantalla ubicada exactamente detrás suyo, durante unos sesenta y pocos segundos, el extracto de un corto que realizó junto a su amigo Enrique Seseña, en 1977, en el cual “recomendaba” una receta sobre cómo cocinar a un Cristo, mostrando qué ingredientes se requerían, de qué manera había que trocearlo y untarlo con mantequilla, e indicando en qué momento debía metérsele al horno, para luego sacarlo “al tercer día en su punto”, parodiando, obviamente, la resurrección. Y ya adivinarán. De súbito apareció de la nada una entidad celosamente reaccionaria llamada Centro Jurídico Tomás Moro, y le clavó a Krahe una querella por “escarnio” de las creencias cristianas y ofender los sentimientos religiosos. Por blasfemar, o sea. Ocho años más tarde, luego de ser archivado el expediente contra Krahe hasta en dos oportunidades, por absurdo, el proceso se reabrió y sentó en el banquillo al cantante, poniéndolo al frente de sus denunciadores carcamanes, quienes pretendían que pague 144 mil euros, por haber herido su susceptibilidad. Al final, como era previsible, la demanda terminó en el tacho de basura del juez de turno, y el sainete judicial quedó ahí, en nada. Y Krahe bromeó con el tema y anunció una nueva canción denominada: “El Señor no es mi pastor y yo no soy su borrego”. A lo que voy. Propuestas como la de Carlos Tubino, o leyes como la que llevaron a juicio a Javier Krahe, no hacen sino revelarnos el alma inquisitorial de quienes pretenden devolverle a la iglesia católica garras y dientes, como en los tiempos de Torquemada, que, si me apuran, son algo así como “los buenos tiempos” de los ultramontanos. Porque a ver. Algunos consideran que hacerle caso a este proyecto es darle cuerda a una imbecilidad cómica. Pues me temo que no. Me temo que la parodia de clase dirigente que tenemos, puede, como en este asunto, actuar como una turba aguardientosa y portadora de antorchas para quemar herejes. Necedades y chifladuras fundamentalistas, como las de Tubino, Letona y su anaranjada compañía, no pueden pasar. Porque si ello ocurre, lo que sigue es la censura de caricaturistas irreverentes, de canciones impías o la prohibición de ciertos libros y autores. Por último, para rematar citando nuevamente a Vargas Llosa: “La civilización es una muy delgada película que puede quebrarse al primer encontronazo con los demonios de la fe”. Pues eso.