“La chica juntó todas las figuritas para que la maten”. Esta es la conclusión de Philip Butters luego de proponer su particular análisis sobre los hechos que llevaron a la muerte a la joven voleibolista Alessandra Chocano. Esta conclusión es el ejemplo perfecto que cualquier profesora o profesor universitario utilizaría para ilustrar una clase sobre cómo el discurso machista enfoca la responsabilidad en la víctima sobre su propia desgracia. En este caso, según los hechos y circunstancias, se trataría de una situación muy compleja y confusa en la que existen varias personas que, por lo menos, podrían ser denunciados por exposición de menor en peligro o por omisión de auxilio. Pero no se trata de un feminicidio y, aunque los padres hayan alegado que la joven fue violada, el perito forense tendrá que aclarar si esto es verdad o no. Lo que sí ha trascendido es que ni ella estaba embarazada, como lo han sugerido algunas versiones, ni tomó alcohol. Por lo tanto, también, esa interpretación de “qué hace una chica borracha a las tres de la mañana en el bulín o búnker de un manganzón jugador de fútbol” como sentencia moral contra un mal comportamiento de una mujer joven tampoco es válida. Hay múltiples motivos por los cuales una muchacha, como ella, pudo ser presionada para ir al departamento de Yordy Reyna y eso tendrá que investigarse con el contraste de testimonios que coinciden en la retención de sus celulares para obligarlas a ir. Pero más allá de esta terrible muerte que, verdaderamente, enlutece al deporte y al Perú; lo que quisiera remarcar es la operación de la lógica machista que pone en funcionamiento Philip Butters en su racionamiento. Creo que un punto de partida del análisis es entender que Butters no es un tonto; al contrario, es un tipo inteligente, pero a su vez es un clásico producto del patriarcado racializado del Perú. Raza y género, como elementos de construcción de categorías y estereotipos, son el núcleo duro de su imaginario. No se diferencia de muchos varones criollos de la costa, ilustrados porque fueron a la universidad, pero a su vez profundamente anclados en una visión del mundo instituida por diferencias naturalizadas que distan de ser reales. Franco Giuffra y su explicación sobre la desigualdad en el salario femenino por igual trabajo aparecida la semana pasada en El Comercio es otro ejemplo que se hermana a este: parten de los mismos estereotipos. No estoy diciendo que Butters y Giuffra utilicen la violencia física para imponerse sobre las mujeres. No, ¡por favor!, pero sí que usan con mucha solvencia una violencia simbólica que abona permanentemente en la discriminación hacia las mujeres porque la tolera y la justifica. En el caso Chocano, Butters utiliza una serie de ideas fuerza para insistir, soterradamente, en echarle la culpa a la propia víctima: “jugó con fuego y perdió”; “coqueteó con la muerte”; “estaba borracha, pepeada y redbulleada”; “¿qué hace en una discoteca a las tres de la mañana?”. Todas estas aseveraciones inducen a sostener que, una mujer por ser mujer, no puede hacer lo que un hombre haría en las mismas circunstancias: ser libre de bailar a la hora que le dé la gana.