Las filtraciones fiscales (¿de dónde creen que sale la información a la prensa?) sobre cada uno de los implicados en el caso Lava Jato no han sido casuales en sus tiempos y tampoco han sido claras. Los números se desordenan, se amplían y se reducen. Los investigados ocupan las primeras planas unos días para ser sustituidos por otros investigados, que a su vez desaparecerán para cederles su sitio a otros más. Los ojos del público saltan de Toledo a Humala, de Fujimori a García y de rebote al Presidente Kuczynski. Lo Regional y Municipal también están en portada. Álvarez (Áncash), Acurio (Cusco), Moreno (Callao) y Villarán (Lima). No se escapan las empresas peruanas constructoras consorciadas. Todos están embarrados. De este maremágnum de información fragmentada una cuestión va quedando clara. El empeño fiscal no ha sido el mismo con Keiko Fujimori y mucho, pero mucho menos, con Alan García. ¿Por qué? Porque la clave de esos casos pasa por Jorge Barata y si algo ha hecho el fiscal Hamilton Castro (no es el único, hay más fiscales en esa línea de obstrucción) es entorpecer, a como dé lugar, un convenio de colaboración eficaz o, como se le llama en Brasil, una “delación premiada”. Hasta hoy, casi un año después del “big bang” que fue para Odebrecht el documento que emitió el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, el fiscal Castro no ha presentado a ningún juez un solo acuerdo de colaboración. Ni uno. Cero. No es esa, por si acaso, la causa real de la disparatada acusación constitucional al Fiscal de la Nación Pablo Sánchez. Los fujimoristas no tienen nada que objetar en ese sentido. Por el contrario, en materia de la nula colaboración de Barata, o de cualquier otro que tenga algo que contar de su lideresa, están más que complacidos. Estaban muy tranquilos. El problema es que el caso que le preocupa a Keiko lo ha asumido el fiscal José Domingo Pérez, que goza de las mejores referencias de incorruptibilidad. Fujimoristas y apristas necesitan sacarlo de escena. Rápido. Y la única manera de sacarlo es nombrando a un nuevo fiscal de la nación, más afín a sus necesidades, que lo remueva. Como lo más probable es que la parsimonia de Sánchez no haga nada al respecto, los fines del fujimorismo pueden concretarse muy pronto. Jorge Barata quiere hablar y de eso no hay duda. Pero todas sus declaraciones –las hechas a fiscales brasileros o a fiscales peruanos como seña de voluntad de colaborar– pueden ser un buen titular, pero no podrán ser usadas en juicio. ¿Por qué? Porque Barata no va a ratificar nada hasta que lo dejen de perseguir penalmente en el Perú. Si no lo hace en juicio oral, no hay testimonio. ¿Qué es lo que ha hecho Hamilton Castro y otros “iluminados” fiscales? Investigarlo por varios delitos y congelar sus cuentas en el Perú al grito de “al corrupto, al corrupto”, sabiendo que así, ese corrupto –porque lo es, sin duda– no hablará. Jorge Barata está libre en Brasil, pero sobre él pesa una condena de 20 años. Si miente, se va a la cárcel. Pero, por ahora, sólo si miente a la justicia brasilera. A los fiscales peruanos les puede decir –mientras no haya un acuerdo que le cause el mismo daño– lo que quiera. Por eso IDL Reporteros ha encontrado contradicciones en las declaraciones de Barata dependiendo de quién es el interlocutor. Esas contradicciones son una estrategia de defensa para seguir negociando y dosificando lo que puede decir, dependiendo del interés de la justicia peruana. Lo otro, y es grave, es que hay una tendencia en la fiscalía a investigar por tipos penales que no son aplicables a los hechos. Existe una obvia confrontación entre los fiscales de lavado de activos y los anticorrupción. La mala tipificación y las declaraciones que no se pueden usar harán que los procesos se caigan en juicio oral. ¿No lo saben los fiscales? Claro que lo saben. Y si lo saben, ¿por qué lo hacen? ¿Para tener 5 minutos de gloria o para complicar a alguien al que luego le pueden facilitar una victoria judicial? El problema de la corrupción es que sus garras no se apoderan sólo de un político o de su entorno. Se infiltra en las instituciones y el Ministerio Público no es la excepción. Pablo Sánchez no puede ser destituido por órdenes de la aterrorizada Keiko Fujimori y debemos cívicamente defenderlo para que la fiscalía no termine de caer en manos apristas como ya ocurrió en los noventa. En eso, estemos claros. Sin embargo, Pablo Sánchez debe dar un giro de 180 grados a su gestión. Él fue un fiscal valiente contra la corrupción fujimorista. No le toca a él ser hoy el titular de la acción penal, sino el líder de todos los fiscales. Por eso, una depuración urgente es de absoluta necesidad, no sólo para defender la institucionalidad, sino todo el proceso anticorrupción. Un pacto con Jorge Barata (otros se sumarán) bajo las normas brasileras impedirá que mienta u omita información. Recién ahí el proceso puede despegar. Por ahora sólo tenemos intrigas, filtraciones, muchos números incoherentes y una ensalada donde todos parecen choros. Los que lo son y los que no lo son. Eso es un pésimo resultado a un año de abierto en el Perú el proceso anticorrupción más grande de su historia moderna.