Si se mira bien la historia de los derechos de la mujer, el siglo XX fue uno de grandes saltos positivos. En estos cien años, la mujer peruana obtuvo el derecho a votar y a ser elegida; acceso a la educación en todos sus niveles, pero, sobre todo, acceso a una carrera profesional; acceso a la salud, lo que le permitió tomar decisiones sobre su maternidad; independencia económica y autonomía social para participar en la vida laboral del país, mantener a su familia y tomar opciones propias en materia de ingresos y gastos. La vida de una mujer peruana hoy, de la puerta de casa para afuera, es muy diferente a la de sus abuelas o bisabuelas. Más en la ciudad que en el campo, menos en el mundo andino monolingüe, pero aún en situaciones de extrema pobreza, las beneficiarias de programas de subsidios económicos directos han demostrado su capacidad de ahorro y, a través de este, de organización productiva que no solo mejora la situación de sus hijos sino también su empoderamiento como jefas de hogar y dirigentes. En estos cien años, un paquete de leyes ha acompañado estos cambios. Hitos son el acceso de la mujer a la universidad pública, el divorcio, el derecho al voto, la eliminación de la facultad en el Código Civil de disponer de los bienes de la mujer casada (hasta 1968 el marido podía comprar y vender el patrimonio familiar a sola firma), la igualdad dentro del matrimonio en el Código Civil de 1984, la ley de cuotas políticas, entre otras medidas. Por cierto, luchas como la igualdad de remuneraciones por el mismo trabajo o el acceso a cargos de dirección empresarial son tareas pendientes. Lo notable es que la mujer peruana cambió su vida pública, pero no su vida privada. De la puerta para adentro, su vida es muy parecida a la de su madre, su abuela o su bisabuela. Las cifras de espanto que se recuerdan cada vez que nos enfrentamos a casos de agresión, violencia o suma crueldad responden a este fenómeno. La “santidad” del hogar, la inviolabilidad del domicilio, permitió que para por los menos 1 de cada 3 mujeres se creara un espacio de violencia impune. Solo así se explica cómo mujeres con educación superior, reconocidas en su área de trabajo, autónomas económicamente, se enreden en relaciones de dominación completamente tóxicas de las que les demora años salir. No porque no quieran, sino porque no pueden. Los patrones de violencia se pasan, de la puerta para adentro, de generación en generación. El trato entre los que deberían ser pares –según todas las normas– se convierte, en privado, en una relación de dominación masculina y sumisión femenina que se perpetúa hasta la siguiente generación, como “normal”. ¿Cómo se rompe este círculo vicioso? La educación y alfabetización universal y el acceso a salud han sido un primer paso indispensable. Si hoy conocemos más de lo que sucede de la puerta para adentro es porque miles de mujeres se han atrevido a denunciar. Ninguna lo hubiera hecho si no hubiera recibido una educación que le haga entender que tiene derecho a no ser humillada, violada o golpeada. No lo hubieran hecho si no tuvieran opciones económicas para garantizar su supervivencia –y la de sus hijos– sin depender de un proveedor agresivo. El segundo paso es crear incentivos para la denuncia. Hoy, casi el único incentivo que existe es la sanción social, más que la punición real. Un agresor desprestigiado socialmente no deja de ser un avance, pero no es suficiente. No lo es porque aún hay una “normalización” social de la agresión –aunque ya pocas veces se atreve a manifestarse abiertamente– todavía muy presente en privado y reflejada tanto en los medios de comunicación como en el discurso de los operadores de justicia frente a la víctima. Quien denuncia sabe que su testimonio no será creído, que su vida personal –irrelevante para el caso– será puesta bajo escrutinio y que, de tratarse de delitos graves como violación sexual o feminicidio, el victimario será puesto, más temprano que tarde, en libertad, si es que alguna vez fue detenido. Hay dos escenarios en los que es urgente trabajar. De la puerta para adentro se llega a través de la escuela, de la vida comunitaria, de la contención social de la familia extendida –una fortaleza en esta lucha– y hasta de la vida espiritual. En esos espacios no solo hay que educar en denunciar el abuso. Lo que es más difícil es educar en igualdad, romper patrones ancestrales, revisar lo que cada uno hace para no estar criando un futuro agresor que imite, “porque es natural”, a su padre. Eso implica no solo educar a la niña, sino sobre todo al niño. Esa masculinidad basada en el dominio de otra persona tiene que ser destruida y reemplazada por el respeto, el afecto, en fin, el reconocimiento de la dignidad ajena. El segundo escenario sigue siendo el del conjunto de operadores de justicia. ¿Es relevante que un policía le pregunte a una niña de 13 años si ha tenido relaciones sexuales anteriores cuando va a denunciar una violación? En un delito sin testigos, ¿qué importancia da el juez al testimonio de la víctima? En la mayoría de veces, muy poca. Mientras que el 90% de casos de violencia sexual termine en una absolución, de la puerta para adentro, poco va a cambiar.