Un entendimiento difícil pero crucial para el progreso. ,Un riesgo creciente para el país es que se profundice la pérdida de reputación de la tecnocracia y se fortalezca la creencia de que la mejor manera de resolver los problemas de funcionamiento del Estado es subiendo a bordo a los amigos del gobierno –u oposición– de turno. Desde la defenestración del ministro de Educación Jaime Saavedra, pasando por la censura al premier Fernando Zavala en medio de críticas por una supuesta falta de capacidad política, sin dejar de mencionar la salida reciente de profesionales igualmente valiosos y exitosos en la actividad privada como Pablo de la Flor de la Reconstrucción con Cambios, o Álvaro Quijandría de Proinversión, el sector público viene perdiendo varios profesionales talentosos. Cada caso es, sin duda, distinto, pero un elemento común es el reclamo por una gestión más política. En principio, no debiera haber duda de que los factores políticos son cruciales en toda gestión pública, pero también lo es, con frecuencia, en emprendimientos privados de relevancia. Por ejemplo, sacar adelante un proyecto minero, o hasta construir un edificio, suele demandar un planteamiento que incorpore un gran número de variables que son de naturaleza básicamente política. Pero la necesidad de un enfoque político en el sector público es mayor, y el éxito de una gestión depende de la interacción con el mundo político. El papel de la tecnocracia peruana durante el último cuarto de siglo ha sido crucial para la construcción de un país que hoy es claramente mejor que el que existía entonces. La posibilidad de tener ese rol gravitante obedeció a que el primer gobierno de Alan García significó un período en el que el político impuso su impulso desbocado y equivocado sin ningún control por parte de técnicos absolutamente sometidos. Pero sería ingenuo creer que solo los técnicos salvaron al Perú. Eso fue consecuencia de una tecnocracia con la habilidad de persuadir a los políticos de la conveniencia de sus propuestas pero, también, de la capacidad de los políticos de entender esas iniciativas y de tener el coraje de ponerlas en marcha aun cuando fueran políticamente costosas. Es lo que, por ejemplo, se requeriría hoy para poner en marcha una reforma laboral que no solo piense en los que ya tienen trabajo sino, también, en los que les falta chamba. Sin capacidad de entendimiento del terreno político ni la habilidad de comunicarse con este, una gestión pública enfrenta el riesgo del fracaso; pero sin políticos inteligentes y coraje, tampoco hay mucho por hacer.