Una tabla de la OEA para el 2016 nos da el segundo lugar de Sudamérica en delitos de violación: 29 víctimas por cada 100,000 habitantes. La cifra es obviamente referencial (las encuestas son de distintos años para los países), pues son delitos muy difíciles de denunciar, pero el mensaje es claro: el flagelo social es mucho más fuerte aquí que en muchos países de la región. Estadísticamente los perpetradores parecen un grupo reducido, pero igual los casos que llegan a los medios se suceden, siempre son de enorme impacto, y tiñen de indignación la percepción sobre las relaciones entre las personas. Que toda la epidemia suceda en la intimidad, en el secreto o en la complicidad involuntaria la vuelve difícil de manejar, y complica encontrarle soluciones. Parte del problema está en que el grupo de perpetradores visto desde nuestra perspectiva nacional ya no parece tan reducido. En mayo de este año el INEI informaba que casi 70% de las mujeres ha sufrido alguna forma de violencia física, sexual o psicológica. Con un cálculo tan alto es obvio que estamos ante una batalla perdida en este terreno. Si ese 70% es exacto, o incluso si es solo aproximativo, la idea es que estamos ante una suerte de guerra de los hombres contra las mujeres, que no excluye a otras categorías como víctimas. Una guerra que empieza en lo mental y termina en los hechos consumados, y donde el daño se concreta en diversos grados, desde el mero desdén hasta el cabal asesinato. Los principales aceleradores de la epidemia son conocidos, y están casi todos en una cultura del machismo, en la cual pesan fuerte la tolerancia de la violencia contra las mujeres, e incluso los niños, la resistencia de las víctimas a denunciar, una visión distorsionada de las relaciones de pareja, y formas de celebración que conducen a la violencia. En estos días se escucha mucho la frase “un país de violadores”, una dura condena a la naturaleza de las personas. Igual podríamos autocalificarnos como un país de violadas y violados, todos víctimas de esta forma de crimen especializado que flota en el ambiente de una violencia omnímoda, en la cual no nos queremos reconocer. En estos días se escucha mucho la frase “un país de violadores”, una dura condena a la naturaleza de las personas.