Para el Congreso actual, supuestamente, la reforma política y electoral era una prioridad. Después de las últimas elecciones generales, marcadas por el desorden, exclusiones de candidatos con opción importante de ganar en pleno proceso electoral, la necesidad de una reforma estaba en el centro de la agenda. Más adelante, después de las revelaciones a propósito del caso Lava Jato y del penoso espectáculo de gobernadores regionales y alcaldes presos o procesados por la comisión de diversos delitos, ya el asunto pasaba de ser importante a ser imprescindible. Conocemos la historia de la legislatura pasada. Un grupo de trabajo presidido por Patricia Donayre avanzó en la presentación de un anteproyecto de ley electoral integral, pero la comisión de Constitución bajo la presidencia de Miguel Ángel Torres no avanzó en su aprobación. En la actual legislatura, la comisión está a cargo de Úrsula Letona, quien ha optado por empezar por asuntos urgentes, priorizando la inminencia de las elecciones regionales y municipales. Se corre el riesgo de perder una visión integral y reformas más de fondo, pero al menos podríamos asegurarnos que se avance en algo mínimamente significativo. Para empezar, se está avanzando en poner algo de orden al proceso electoral, problema agravado por la contrarreforma del Congreso anterior. Se busca que las reglas electorales no cambien en pleno proceso y tener un cronograma más ordenado, que por ejemplo no conduzca a tachas y exclusiones en plena competencia. Se está avanzando en regular mejor el financiamiento de las actividades políticas prohibiendo aportes anónimos y buscando mayores niveles de transparencia (bancarización de los aportes); eso está muy bien, el problema es que puede haber formas de “sacarle la vuelta” a la ley mediante actividades proselitistas (los recordados cocteles o polladas). Pero el problema más importante es que las sanciones previstas hasta el momento solo contemplan multas y la eventual pérdida de financiamiento público, en un contexto en que los partidos tienen muchas multas sin pagar, en el que los movimientos regionales no reciben este financiamiento, y en el que algunos partidos parecen preferir renunciar a este en tanto pueden recibir más por fuentes privadas no declaradas. La sanción máxima debería ser la pérdida de registro y la imposibilidad de participar en los procesos electorales. Todo esto se refuerza con la propuesta de que las campañas tengan un responsable que responda ante las autoridades electorales de modo de no comprometer al partido como institución. Al mismo tiempo, no se avanza en el asunto de fondo, que sería el financiamiento público para acceder a los medios masivos de comunicación, principal rubro de los gastos de campaña. Se necesita una franja más importante, que podría llevar incluso a la prohibición de la contratación de publicidad electoral, como en otros países. Por otro lado, se está discutiendo en la Comisión de Constitución asuntos relativos a la democracia interna de los partidos, pero la participación de los organismos electorales queda sujeta a la decisión de estos, y no se avanza en establecer mecanismos más significativos, como la realización de primarias abiertas. Está pendiente la discusión sobre imponer requisitos más exigentes a los candidatos a elección popular (como excluir a los sentenciados por delitos graves); finalmente, se pretende combatir la fragmentación mediante la exclusión de las organizaciones políticas locales: iniciativa que podría tener sentido, pero quizá no para el 2018, sino para la elección siguiente.