La presente es una coyuntura excepcional del sistema, que muestra nuevos y más consistentes límites del modelo de democracia sin partidos que el año pasado volvió a ilusionar a más de un académico, al punto de sostener que habíamos franqueado sin problemas las puertas de un nuevo quinquenio de gobierno, contra el sentido común que sostiene que nos encontramos ante el fin del ciclo antipolítico. No ha sido así. En pocos meses, ha colapsado la representación emergida de las elecciones. De los seis grupos que pasaron la barrera electoral, dos están divididos en facciones orgánicas (Apra y AP); otro ha consumado un divorcio a palos (Frente Amplio); un cuarto grupo se agita por tendencias centrífugas (PPK); y el quinto vive una disputa familiar extraña. Solo se salva Alianza para el Progreso (APP) quizás solo porque es un emprendimiento electoral, con más socios que militantes. Desde la década de los sesenta (Apra, AP, Democracia Cristiana y Partido Comunista) el sistema no había experimentado un frenesí de divisiones o de sonadas disidencias. Las razones esta vez son distintas. La actual ola divisionista presenta un carácter inédito: nada ideológica, nada programática, muy poco principista, y eso sí, esencialmente administrativa. En dos de estas divisiones (Fuerza Popular y Frente Amplio), lo central son los reglamentos parlamentarios y en otros dos casos (Apra y AP), los estatutos. Los grupos partidarios nunca se habían peleado tanto por tan poco. Visto como un fenómeno agregado, no se encuentran en disputa los proyectos sino las inscripciones legales. Divisiones profundas las de antes, cuando las guerras internas consistían en arrebatarle al adversario pedazos de militancia para construir nuevas colectividades. En este contexto, la militancia tiene poco interés para la batalla; solo recordemos que los tres partidos que ocuparon los primeros lugares en la primera vuelta del año pasado, Fuerza Popular, PPK y Frente Amplio, no superaban juntos los 15 mil militantes, a pesar de lo cual les ganaron a partidos como el Apra, PPC y AP, que juntos superaban medio millón de militantes. En las actuales peleas, las formas hacen el fondo. Eclipsados o liquidados los líderes vigentes durante las últimas tres décadas, la nueva representación que parecía haber tomado la posta confronta tempranos problemas. Les falta ya no historia, que sería injusto pedir ahora, sino lo más elemental, les falta política, eso que le piden a PPK cuando en realidad se trata de una carencia generalizada. Todas las divisiones a las que asistimos no movilizan sino desmovilizan, no politizan sino despolitizan, no ensanchan el escenario sino lo vacían de razones superiores. En el Apra, ya ni se discute al retorno a Haya, el leitmotiv de sus debates en la década pasada, y en Fuerza Popular no está en discusión el fujimorismo sino la capacidad decisoria de su lideresa, al punto que ha nacido –paradoja de paradojas– una corriente antifujimorista dentro del fujimorismo. La baja política está en su hora estelar acompañando la crisis al parecer final de la antipolítica. Sucede no obstante que los hechos de esta crisis no permiten albergar esperanzas de una renovación del sistema, especialmente luego de que con un entusiasmo más o menos compartido los nuevos líderes han matado la reforma electoral, la llave que les podría garantizar la reproducción legitimada de su liderazgo. Parafraseando a PPK, se han suicidado un poco. En cambio, lo que asoma es la contrapolítica, que es divisoria de las opciones éticas de lo público, una completa recusación a toda práctica política y el rechazo a un mínimo estándar de representación pactada, es decir, un vaciamiento de los más elementales principios republicanos. Si no se produce un pacto por una reforma profunda, la contrapolítica barrerá a los nuevos liderazgos y a sus grupos. Varias regiones del país, por lo menos un tercio de ellas, ya viven en contextos de contrapolítica. Por esa razón no me entusiasma el cuadro de rivalidades actuales y guerras que parecen ser del fin del mundo. No lo son. http://juandelapuente.blogspot.pe La baja política está en su hora estelar acompañando la crisis al parecer final de la antipolítica.