Director de Azabache Caracciolo Abogados. Abogado especializado en litigios penales; antiguo profesor de la Universidad Católica y de la Academia...

Los prevaricadores, por César Azabache Caracciolo

El precario ensayo de control que ha puesto en escena la mayoría en el Congreso conduce a un destino diferente del que están imaginando. Aunque eso es algo que recién comenzamos a avizorar.

Prevaricadores. Esa es la etiqueta que usa el congresista Fernando Rospigliosi, actual presidente del Congreso, cada vez que un juez contradice los designios que él defiende. Parece claro que quiere convertirla en un anatema; una suerte de maldición que expulsa a quien se le impone de alguna forma de comunidad virtuosa que él imagina como realidad deseada; una a la que pretende representar.

Desde su mirada, son “prevaricadores” los jueces que ordenan poner en prisión a agentes de policía que disparan sobre manifestantes desarmados y los que deciden no aplicar las leyes sobre prescripción y amnistía a graves violaciones de derechos humanos aprobadas por este Congreso, aunque puedan explicar claramente las razones de sus decisiones.

Al frente, el señor Rospigliosi supone la presencia de jueces obedientes, que se alinean o él espera se alineen conforme a los designios de la mayoría parlamentaria. En el país que anhela, los agentes de policía encargados de contener manifestaciones no van a prisión, así destrocen el cráneo de una persona desarmada —esto le hicieron a Luis Reyes— o lesionen seriamente a una niña de 11 años que está en el lugar por razones circunstanciales.

La prevaricación es, en realidad, una construcción legal establecida hace años. Pero no estoy seguro de que la historia de esta institución interese al actual presidente del Congreso. Las reglas legales sobre el prevaricato se limitan a los casos en que un juez o un fiscal cita pruebas que no existen o manipula el texto literal de la ley para poner o quitar de ella partes enteras a su capricho. Ante la ley verdaderamente vigente no constituye prevaricato conceder prevalencia a la jurisprudencia de tribunales internacionales —como los de derechos humanos— sobre las decisiones del Parlamento, ni reconocer como un crimen que se dispare a una persona desarmada en medio de una manifestación. Pero, como digo, estas son cosas que al señor Rospigliosi parecen no importarle. El ejercicio en que se ha enfrascado supone instalar una etiqueta, un anatema que sirva como fundamento para dividir la judicatura en dos bandos, de modo que quede perfectamente claro quiénes entre ellos están dispuestos a subordinarse al Congreso (a este Congreso en particular) y quiénes no.

El señor Rospigliosi es ahora presidente del Congreso. Eso debería ser suficiente para que note que sus mensajes no involucran solo sus preferencias personales: involucran a un poder del Estado. En circunstancias equilibradas, lo que está haciendo debería ser reconocido como un conflicto constitucional por injerencia sobre el judicial; un caso claro de violación a la independencia por presión a los tribunales de justicia que merecería la intervención del Tribunal Constitucional. Pero, claro, no estamos ahora en circunstancias institucionalmente equilibradas.

Hace poco el señor Rospigliosi usó el anatema —“jueces prevaricadores”— con ocasión de la detención de Luis Magallanes, el agente de policía que disparó sobre Mauricio Ruiz, asesinado en Lima el 15 de octubre durante las últimas protestas. Magallanes fue liberado el día 25. Siendo un suboficial de la policía en ejercicio, su institución ha quedado convertida en garante de su sometimiento al proceso. Ha presentado una coartada. Dice que no tuvo intención de disparar a Ruiz. Dice que estaba siendo acosado por manifestantes y que disparó al suelo, que la bala rebotó. Más allá del impacto que ha causado la escena, Magallanes tiene derecho a organizar una defensa y ahora el deber de probar que esta es sólida. La policía, como institución, tiene derecho a defenderlo y el deber de asegurar que no escape. Pero el presidente del Congreso no tiene derecho a entrometerse en lo que es un caso legal en curso ni a anatematizar al juez que dispuso que, antes de declarar, sea detenido.

Al hacer las cosas de esta manera, quien ahora es presidente del Congreso abre las puertas al ejercicio contrario: representar la liberación de Magallanes como una provocación y reaccionar en consecuencia. Cuando se borran los límites y las palabras se convierten en etiquetas, el debate sale de la escena y quedamos expuestos a una simple pugna de fuerzas sin control: gana el que forma una mayoría capaz de aplastar o encasillar a la otra. La escena entera queda en manos de las turbas.

La idea de la que parte este ejercicio de etiquetamiento —llamar a los jueces que lo contradicen “prevaricadores”— deriva de aquella que pretende que el Congreso es “el primer poder del Estado”. De esta suposición, el congresista Rospigliosi parece inferir que las demás entidades constitucionales le deben obediencia, y llama a lo que entiende como desobediencia “prevaricación”. Es un simple ejercicio de subordinación que pretende un Estado construido verticalmente; no por separación y equilibrio de poderes, sino en forma piramidal, en un esquema de control cerrado que no admite disidencia alguna, ni siquiera la institucional, menos la que se expresa en forma de protesta.

Rospigliosi no nota que los diseños legales mal hechos producen resultados inesperados. La ideación de un Estado vertical y concentrado, construida sobre un compuesto de entidades enanas, de alcance diminuto, limitadas en recursos y en imaginación, ha abierto el espacio por el que nuevas organizaciones criminales han territorializado un país que ahora vive impregnado por economías ilegales cada día más influyentes. La clausura de los espacios de participación pública y debate abierto, organizada para sostener la influencia de las franquicias sobre el sistema político, ha instalado las protestas como canal de expresión de más de una forma de disidencia, en un estallido en formación suficientemente abierto como para dejar las teorías de la conspiración —“todo es culpa del enemigo”— en absoluto ridículo.

El señor Rospigliosi busca presentarse y sostener su imagen pública como defensor de las corporaciones policial y militar. Tiene pleno derecho a hacerlo, incluso aunque sus principales estandartes —las leyes sobre protección policial e impunidad— sean ineficientes y estén todas destinadas a revertirse o simplemente a no poder aplicarse. El problema, sin embargo, no es ese. Es que ahora representa a uno de los tres poderes del Estado. Uno de los más venidos a menos, por cierto. Pero al usar esa plataforma —la presidencia del Congreso— como estrado para lanzar arengas a la turba, acelera un proceso de desgaste que multiplica la tensión institucional.

La generación Z ha aparecido en la escena. Los transportistas de Lima, uno de los gremios más conservadores de la ciudad, están ahora en la oposición. Los músicos tropicales, orgánicamente conservadores también, están hoy expuestos a la más abierta violencia.

El precario ensayo de control que ha puesto en escena la mayoría en el Congreso conduce a un destino diferente del que están imaginando. Aunque eso es algo que recién comenzamos a avizorar.

César Azabache

Hablando de justicia

Director de Azabache Caracciolo Abogados. Abogado especializado en litigios penales; antiguo profesor de la Universidad Católica y de la Academia de la Magistratura. Conduce En Coyuntura, en el LRTV y “Encuentros Muleros” en el portal de La Mula. Es miembro del directorio de la revista Gaceta Penal y autor de múltiples ensayos sobre justicia penal.