Textual Una pregunta bajo investigación ¿Quién armó a los aguarunas? La inclemente lluvia hizo imposible hasta en tres oportunidades acceder a la comunidad nativa de Los Naranjos. Nuestro objetivo: conocer su versión y su modo de vida. Las casas de barro y paja están dispersas y ubicadas al pie del río Chirinos. En época de lluvia los senderos de tierra se convierten de lodo y los únicos límites existentes están señalados por trochas. Los aguarunas no tienen mayores riquezas para subsistir que la que les brinda la propia naturaleza y su esfuerzo. Por ello viven básicamente de la caza y en menor número, del cultivo de café, yuca y vituca. Un mundo civilizado que los acorrala los ha convertido en gente desconfiada y recelosa. Nos miran y están pendientes de nuestros movimientos, pero a la distancia. Esperan nuestro saludo, un gesto amigable o no, para responder del mismo modo. Una vez roto el hielo, sellamos nuestra amistad con un sorbo del rico masato, un jugo blanco, cremoso y dulce. Aunque éste ya no es hecho masticando la yuca y escupiéndola. Ahora la hierven, secan, fermentan y cuelan. La saliva desapareció de la receta. La mayoría habla el aguaruna, una lengua incomprensible para quienes llegan por primera vez a este lugar, que es nuestro caso. Los jóvenes han comenzado a aprender el español. Un grupo de ellos nos acompaña hasta la salida de la comunidad, y después de seguirnos por un trecho de lodo decide practicar su español. Me entra la duda de si todos hablan tan bien como ellos. Vilma Huerta Peña, de 20 años, se me acerca. No es la típica aguaruna, ella es más moderna, no sólo por su coquetería, sino por su forma de pensar. Sujeta su pelo con una cinta coqueta de color rosada, parece más el jirón de alguna falda o blusa. Es tímida, pero no se despega de mí, me cuenta que le gusta Diego Bertie y Franco de Vita, y que quiere ser actriz. Se queja de que no recibe el apoyo de sus padres y que no tiene dinero para estudiar. Aunque una vez lo intentó, llegó hasta San Ignacio y el dinero ya no alcanzó para seguir más allá en busca de su sueño. Un solo sospechoso Mientras la investigación de la comisión multisectorial y del ministerio público sobre la responsabilidad de la masacre de 15 colonos de Flor de la Frontera, en San José de Lourdes, continúa, hay una pregunta que aún no tiene respuesta: quién armó a los aguarunas. Los nativos practican comercio sólo para obtener algunos medicamentos que les permita curarse de los parásitos y la tifoidea que son las enfermedades más comunes. Según la versión de uno de los integrantes de la comisión, los atacantes en Flor de la Frontera habrían sido 70 personas nativas armadas con escopetas, valorizadas cada una en 150 dólares. Además habrían estado provistas de un total de siete mil balas. La interrogante es inevitable: ¿cómo obtuvieron el dinero para adquirir tal cantidad de armamento? A más de dos semanas de ocurrida la masacre de Flor de la Frontera, aún no hay responsables y sólo un sospechoso de haber abastecido a los aguarunas con armas. El es Feliberto Martínez Aguirre, quien se encuentra detenido y bajo la investigación del fiscal de San Ignacio, Enrique Morales Saldaña, por tenencia ilegal de armas y complicidad. Por ERIKA TORREJÓN, Enviada especial Nadie se explica la razón por la que los aguarunas decidieron tomar un día la justicia por sus manos, después de seguir el debido proceso a lo largo de casi cuatro años para lograr el desalojo de los colonos en Flor de la Frontera. Sin embargo, la masacre de 15 personas es un hecho y aún no se conocen responsables. Los colonos se acomodaron en terreno aguaruna a mediados de 1998, en busca de una zona fértil para el cultivo, pensando que la selva era libre y sin dueño. Este hecho fue advertido en su momento por la Defensoría del Pueblo y algunos medios de comunicación locales. Además era vox populi, en la ciudad de Jaén, que a partir de la firma del tratado de paz con el Ecuador y el proyecto binacional, esos terrenos se iban a valorizar por lo que algunos colonos decidieron irse para el monte y tomar un pedazo de tierra. Uno de ellos fue Aran Crisaldo Parra, quien no lo pensó dos veces y se fue junto a un grupo de personas a la zona de Los Naranjos para ocupar unas cuantas hectáreas de terreno. Afirma que pidieron permiso a los aguarunas y que éste les fue concedido. El esfuerzo para preparar un terreno, habitarlo y trabajarlo es muy fuerte. Los jefes de familia deben partir con alimento e internarse en el monte durante unos seis meses, por lo menos. Así lo hicieron en 1998 un centenar de personas de Nuevo Trujillo, pueblo ubicado a seis horas de camino de Los Naranjos. En la zona se dedicaron a la tala de árboles y al abono de la tierra durante ocho meses. Llegaron a preparar 60 hectáreas, las que fueron entregadas a los jefes de familia inscritos en el comité San Ignacio de Loyola. A Crisaldo le tocó 3 hectáreas, en las cuales invirtió hasta dos mil soles. Sin embargo, ante la amenaza de una reacción de los aguarunas al verse invadidos, deciden salir. Crisaldo no se arrepiente de su decisión. Me llamaron cobarde por volver al pueblo, pero creo que hice lo mejor, afirma. "Muerto me sacan" No sucedió así con Pompeyo Linares, un viejo poblador de Nuevo Trujillo. Blanco, de pelo cano y con botas de jebe para la lluvia, esconde su rostro curtido bajo un sombrero de paja, mientras nos ofrece una copita de aguardiente. Lo encontramos en su tienda, el almacén más surtido de todo Nuevo Trujillo, sentado en un banco de madera y dispuesto a contarnos su travesía. Pompeyo dice no tener miedo de volver al escenario de la matanza, donde el olor a muerte continúa impregnado. Una vez allí "a mí me sacan muerto, total ya estoy viejo", dice Pompeyo, uno de los primeros colonos en habitar Flor de la Frontera y que logró salvarse de la masacre. Pero, no corrió la misma suerte la familia Alberca Mondragón. La muerte les arrancó la madrugada del 17 de enero a nueve de sus integrantes. Sólo se salvaron el jefe de familia Manuel, su hermana y su pequeño hijo Esteban, de cuatro años. La madrugada mortal en que fueron sorprendidos por los aguarunas él despertó, cogió a su hijo y salió con dirección al monte a ocultarse. No paró de correr. Aún tiene las huellas de los perdigones que le impactaron en diversas partes de su cuerpo. Hoy comparte una carpa de color naranja fuerte con otras 89 personas, apostada en la quebrada Amoju. Hasta allí llega la gente solidaria a dejarles víveres, ropa, o utensilios. Manuel nos lleva a la cocina, es hora del almuerzo y están cocinando soya con papitas. Llegamos hasta allí rompiendo el recelo que le tienen a ciertos medios de comunicación, pues no están de acuerdo con lo que dicen de ellos: "No somos invasores, el juez nos dijo que esas tierras eran libres", asegura. El pasado 17 de enero Manuel debió trasladar a su esposa, hermanos y sobrinos ya muertos hasta Nuevo Trujillo. Responsabilidades Felícito Guerrero es el juez acusado de ser responsable indirecto de la masacre. Lo culpan de dar el permiso a los colonos y prometer a los aguarunas que nadie les quitaría sus tierras. Guerrero se defiende. Niega haber dado pase libre a los colonos para ocupar las tierras porque, afirma, la ley reconoce la propiedad de los mismos a los aguarunas. Por ello, una vez iniciado el proceso judicial, la corte siempre falló a favor de los nativos, ordenando el desalojo de los colonos. Según Guerrero, se realizaron hasta cinco operativos. Pero ninguno tuvo éxito. El último de los intentos de desalojo se produjo el 12 de enero, cuando el juez acudió con un contingente de 25 policías a Flor de la Frontera. Según versión de Guerrero, el operativo logró alejar a los colonos a un kilómetro de distancia de sus casas, pese a que ello hacía prever su pronto retorno. Cuatro días después, mediante un oficio, el juez es notificado del retorno de los colonos a la zona. Al día siguiente se produjo la masacre.