“García no pensó en la larga y compleja historia del Perú sino en la suya propia, aquella que seguramente lo avergonzaba por su anterior gobierno”.,Un cabal juicio histórico de Alan García deberá esperar al final de las pesquisas del caso Lava Jato para emitir una sentencia correcta, pero mientras ello se despliega cabe y es necesario hacer balances políticos de otra naturaleza. La presunta corrupción no es la única razón para cuestionar la supuesta absolución que, según sus defensores, el tiempo le podría otorgar a García. Los apristas se esmeran en señalar que el segundo gobierno del APRA fue tan superlativo que no solo ensombrece la calamitosa primera gestión alanista sino que lo encumbra al rango de haber sido uno de los mejores gobiernos de nuestra época republicana. Pero un análisis objetivo del periodo 2006-2011 no es tan benévolo. García siempre se preció de los buenos indicadores macroeconómicos, concomitantes con cifras de reducción de la pobreza y semejantes indicadores sociales, pero lo que soslayaba señalar es que gozó de una circunstancia excepcional, como fue la cotización de los minerales y materias primas exportadas por el Perú. Del crecimiento espectacular del PBI en los años del segundo alanismo, cerca de la mitad se explica por esa alza en los precios internacionales, otro tanto por la inercia vegetativa de una economía expansiva como la peruana (los economistas decían que esa década fue tan propicia que si un ministro de Economía se limitaba a no hacer nada, el PBI peruano podía crecer 4% en automático). Más bien, Alan García es responsable de haber dejado pasar los cinco años de su segundo mandato sin emprender ninguna reforma sustantiva. A pesar de tener activos políticos basados en su propia capacidad y además gozar de un pacto con el fujimorismo de entonces que le aseguraba la gobernabilidad parlamentaria, soslayó cualquier reforma estructural. Apenas inició y muy tímidamente cambios en el sector magisterial, pero de reforma judicial, reforma política, reforma del Estado, reforma de la salud pública, construcción de una institucionalidad promercado o cualesquiera de las llamadas reformas de segunda generación, absolutamente nada. García se dedicó a pichicatear a los grandes grupos económicos para estimular un flujo de inversión, dándoles a los empresarios todas las tranquilidades. Difícilmente puede entenderse como liberal o moderno a un gobierno que simplemente se convirtió en guardaespaldas político de la oligarquía nacional, nunca tan feliz como en esos años. No era exótico pedir que su gobierno hiciese tales reformas. Era la exigencia de los tiempos. Su antecesor, Toledo, había logrado estabilizar la economía, iniciar el proceso de descentralización, firmar el acuerdo de libre comercio con los Estados Unidos y liberar la caja fiscal del peso muerto de la cédula viva. Y lo hizo con un dígito de aprobación. García, con más densidad política y supuesta perspectiva histórica debió ahondar ese camino. García no pensó en la larga y compleja historia del Perú sino en la suya propia, aquella que seguramente lo avergonzaba por su anterior gobierno, y simplemente se contentó con remediar el desastre, manteniendo la estabilidad fiscal y monetaria. No derramó ninguna gota de sudor llevando a su gobierno a realizar las reformas que ya entonces las circunstancias demandaban. No le interesó. Y eso también debe pesar en el juicio que la historia hará de él. La del estribo: este martes nos visita un grande de la música, el violonchelista Yo-Yo Ma, se presenta en un escenario espectacular –la Huaca Pucllana– y nos regalará las Seis Suites para Chelo de Bach. No hay más que pedir.