“Hace un año la visita del papa Francisco movilizó multitudes en Lima sobre todo en las calles para, al menos, verlo. Sin embargo, apenas el 5% asiste a misa”.,La ciudad de Lima está dividida en cuatro diócesis: Carabayllo, Lurigancho-Chosica, Lurín y Lima. Si se unen con el Callao, tenemos 5 obispos que toman todas las decisiones administrativas para la buena marcha de la iglesia católica sobre más de 10 millones de habitantes, cuya mayoría, practicante o no, se declara católico. La buena noticia es que no se trata de un pueblo espiritualmente apático. Por el contrario, hace un año la visita del papa Francisco movilizó multitudes en Lima sobre todo en las calles para, al menos, verlo. Sin embargo, apenas el 5% de católicos asiste a misa regularmente (cifra de Luis Pérez Guadalupe) y una enorme mayoría de ellos no recibe nunca los sacramentos o vive en situaciones familiares o personales que lo mantienen alejado de la iglesia. No es que no tengan fe o espiritualidad. Es que no encuentran la acogida necesaria por múltiples razones. En primer lugar, sus prácticas religiosas proceden de lo que se conoce como la “piedad popular”, bastante desdeñada desde una aproximación intelectual de la fe. La procesión, la fiesta que la acompaña, el milagro como única prueba, son temidos por el clero por su cercanía con prácticas fetichistas donde la estampita vale más de lo que ella representa. La buena noticia es que el papa Francisco ha valorado esta piedad popular (ver documento de Aparecida) como un camino más de acercamiento a Dios que no puede ser ignorada porque se trata de una fe viva que recorre toda América Latina. Sin embargo, necesita encauzamiento. En segundo lugar, está el eterno problema del sexo. Para los jóvenes, y no tan jóvenes, la propuesta católica es un imposible sexocentrista, inalcanzable e irreal, solo posible para personas con una espiritualidad y compromiso personal de santos. Este reduccionismo de la fe le ha hecho un tremendo daño. Los jóvenes ven a la iglesia en la que fueron bautizados con un tremendo “no” en la puerta. Y ese “no” se traduce en “no hagas” y en “si haces, no entres, aquí no eres bienvenido”. Para empeorar las cosas, estos mismos jóvenes ven que los pastores en quienes sus padres confiaron son denunciados por hacer lo que ellos prohíben. Y no solo se trata de sexo. Se trata de abuso sexual de menores; gravísimo delito. ¿Qué credibilidad pueden tener? En tercer lugar, están las otras opciones de religiosidad. Los católicos bautizados se fueron a otras iglesias que les ofrecieron una enorme acogida. Iglesias que salen en la búsqueda de feligreses –no se sientan a esperarlos– a los que, a pesar de todas sus faltas e incorrecciones personales, se les ofrece un camino, se les abre la puerta. Algunas de estas prácticas, hoy tan variadas, son más rígidas o más conservadoras que las que propone la iglesia católica. A pesar de ello, continúan llenando sus templos. ¿Cuál es la fórmula de este éxito? Perseverancia, salir a buscar, solidaridad de grupo y un contacto personal de pastores que trabajan más con el sentir que con el pensar. Pastores que son padres o madres de familia con los que se puede establecer una relación horizontal. En cuarto lugar, en la diócesis de Lima no hay muchas puertas abiertas a los laicos. Hay muchos grupos, por supuesto. Cofradías, congregaciones, fraternidades que hacen un tremendo trabajo social dentro de la iglesia católica de la manera más solidaria y silenciosa. Pero no están en las decisiones. Aparecen en los consejos parroquiales, pero no en los debates en los que la iglesia pide opinión al obispo; no en la dirección de la diócesis. Con tan pocos pastores, con tan pocas vocaciones sacerdotales, ¿cómo es posible no tener un laicado organizado y con fuerte presencia en Lima? ¿Dónde está esa juventud universitaria católica cuyo movimiento casi ha desaparecido? Están ahí, pero necesitan el liderazgo de su obispo. En quinto lugar, la percepción que se tiene de la iglesia católica en Lima no es buena. Como me dijeron hace poco “unos comulgan con la boca y otros con la mano” como una señal de que hasta en las formas estamos divididos. Los pleitos de los últimos veinte años pueden proyectarse al futuro si no se les pone fin de una vez. Lima ya tiene obispo designado. Monseñor Carlos Castillo, sacerdote diocesano, sociólogo, teólogo y párroco emérito de San Lázaro, tiene todas las armas para enfrentar tremendos desafíos. Con la ayuda de todos los católicos y de los obispos que integran toda la provincia de Lima y del Callao, podrá dar frutos, acogiendo a las ovejas que se fueron lejos y que él, como el buen pastor, deberá salir a buscar.