"Si pusiera aquí la foto de mi primera columna vería a un veinteañero que no se considera con el bagaje suficiente como para dar una opinión sobre básicamente nada y que, por tanto, se limita más bien a reportear con entusiasmo".,Disculparán la traición de todas las reglas implícitas de este espacio dominical, pero hoy 20 de enero voy a hablar en primera persona. La excusa: cumplo exactamente una década escribiendo columnas semanales, llueva o truene, en la comodidad de mi casa o desesperado en un celular. Han sido 522 semanas. No es un número bonito, pero si consideramos la quincena en la que un despido intempestivo me alejó, resulta que esta es mi columna número 520. Nada como una cifra redonda para celebrar (gracias, Ken). Si pusiera aquí la foto de mi primera columna vería a un veinteañero que no se considera con el bagaje suficiente como para dar una opinión sobre básicamente nada y que, por tanto, se limita más bien a reportear con entusiasmo lo que considera que son las bondades y el potencial de ese revolucionario mundo que ya dejaba de llamarse la blogósfera, pero que recién empezaba a ser descubierto por el público, usualmente viejuno, de los diarios de papel. Flashforward a hoy: no hay diferencia entre lo que dicen los medios y las redes; entre los hechos y las opiniones, ni entre los periodistas y el cuñado que se dedicaba a enseñarte memes en la cena de Navidad. La revolución triunfó: los medios de producción de la información le fueron arrebatados a las élites que las controlaban. O eso creímos. Entregárselos a las masas solo desató dos cosas: a las masas y a las nuevas élites que controlan –o aprendieron a encauzar– el flujo. Ninguna discusión política tiene sentido si no considera la arquitectura interna de las herramientas que condicionan nuestras dinámicas de socialización, casi todas controladas por un pituquito californiano que solo quería rankear a las flaquitas de su facultad. Una pollería no puede compartir la foto de una chica con un pañuelo verde sin que un montón de chibolos reprimidos decida que no tiene nada mejor que hacer que boicotear el local y acosar a la fotografiada. Es difícil ver el estado de la cuestión en el momento optimista de lucha anticorrupción que vivimos. Después de todo, hace diez años fue justo el momento cumbre de captura de los medios por parte de un sector, entonces encarnado por Alan García. Una unanimidad que ojalá hubiera sido ideológica. Era más bien una fraternidad de intereses. Eso forzó el florecimiento, a lo largo de estos años, de una serie de formas alternativas de difusión, cuyas fobias y advertencias se han visto validadas y reivindicadas con el desplome del aprofujimorismo. Lo que antes polarizaba, ahora es el sentido común de más del 90% de la gente. Ha sido una gran victoria. Desenmascarar a inescrupulosos y corruptos siempre será motivo de celebración. Pero siempre hay un pero. Un pero que en este caso tendrá que esperar a la siguiente semana porque si hay algo que he aprendido en estos diez años, es que hay temas, que hay celebraciones (y argumentos) que merecen prolongarse.