“Los que han formado el núcleo duro de la corrupción requieren ser reemplazados por una o varias organizaciones conservadoras de naturaleza y vocación democráticas”.,Lo que ha ocurrido en los días recién pasados tiene varios autores reconocidos: Primero, la movilización espontánea de la ciudadanía que se volcó a las calles desde la misma noche del 31 de diciembre, en ejercicio de un derecho que viene ejerciéndose cada día más, y que se remonta no solo a los pulpines y a “ni una menos” sino hasta los lavados de bandera en los tiempos del gobierno de Alberto Fujimori. Segundo, el vigor del presidente Vizcarra que asumió el ánimo popular y condujo sin vacilaciones el combate político a la coalición dominante. Sin duda, con iniciativas controvertibles y controvertidas, pero igualmente eficaces en sus resultados. Tercero, la solvencia de un conjunto de fiscales decididos a imponer la ética del servicio público sobre la primacía de intereses particulares subalternos que habían consagrado la corrupción secular de la justicia. Es obvio que hubo alguna exageración mediática, pero ello no reduce sus méritos. Cuarto, un conjunto de parlamentarios que, desde los más diversos orígenes, enfrentaron con tenacidad a la mayoría congresal autoritaria y abusiva, y que contaron finalmente con el propio Presidente del Congreso, quien también pudo tener excesos formales, pero terminó jugando un papel extraordinariamente decisivo para el resultado de hoy. Quinto, los principales medios de comunicación que cerraron filas en el develamiento de la corrupción. Sexto, instituciones de la sociedad civil, como IDL Reporteros, que, mediante el periodismo de investigación, hurgaron la verdad de los acontecimientos; y otras como la Asociación Civil Transparencia, que levantaron una palabra independiente con un vocero tan calificado como su presidente, el embajador Allan Wagner Tizón. Séptimo, muy importante, la Conferencia Episcopal Peruana, presidida por Monseñor Miguel Cabrejos, quien, junto con el nuevo cardenal, Monseñor Pedro Barreto, ejercieron su magisterio siguiendo las orientaciones del Papa y rompiendo con la complicidad que alguna otra autoridad eclesiástica había mantenido, de manera ostensible, con el viejo orden corrupto. Octavo, los empresarios peruanos agrupados para la lucha contra la corrupción, bajo la coordinación de Óscar Espinoza Bedoya, quienes demostraron que no es cierto que todos los empresarios peruanos hayan participado en el festín de los negociados y en la súbita paranoia que afectó a alguno de ellos. En fin, como dijo la nueva Fiscal de la Nación, esta indignación sirvió para unir a los peruanos. No es poco lo que se ha conseguido. Esta semana no solo se cancelaron la prepotencia de una abusiva mayoría parlamentaria y la arrogancia culposa del ex Fiscal de la Nación. En rigor, en la crítica coyuntura de estos últimos días, el Perú puede estar clausurando un ciclo de tres décadas. En términos de Ortega y Gasset, esto significa dos generaciones. Es el ciclo que se inicia con el autoritarismo de Alberto Fujimori y que se prolonga hasta la extinción inminente del protagonismo de sus principales personalidades y organizaciones, así como de sus aliados. Es impresionante cuántos sobrevivientes y herederos de la década del gobierno fujimorista han reaparecido en estos años, y han repetido las mismas actividades que llevaron a tantos generales y negociantes a la cárcel o a la fuga del país. Aunque en política no hay cadáveres y las organizaciones tienden a mantenerse largo tiempo en su proceso de fosilización, parece obvio que los que han formado el núcleo duro de la corrupción requieren ser reemplazados por una o varias organizaciones conservadoras de naturaleza y vocación democráticas. Un espacio conservador civilizado es importante para la competencia democrática, al lado de una izquierda renovada y de un liberalismo genuino, ajeno al mercantilismo.