"El gobierno debe dejar de ser un catalizador de los odios ajenos para producir sus propios respaldos". ,Con el referéndum del domingo pasado termina la primera etapa del gobierno de Martín Vizcarra. Desde que la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski lo elevó a la presidencia, Vizcarra debió dedicar buena parte de su esfuerzo a sobrevivir, manteniendo a raya a una oposición destructiva mientras buscaba los espacios de independencia que le permitieran gobernar. Como se ha repetido, el Presidente descubrió su fórmula mágica en la lucha contra la corrupción, que le permitió confrontar y torcerle el cuello a ese Congreso obstruccionista, matonesco e impresentable. El masivo triunfo de las opciones que promovió para las preguntas del referéndum son una prueba irrefutable de que dio en el blanco y supo interpretar las necesidades ciudadanas para legitimarse y hacerse con un poder que le era esquivo. Pero habría que ser ingenuo, despistado o ignorante para pensar que la tarea de su gobierno concluyó con este rotundo espaldarazo popular. Aunque ya no esté entre la vida o muerte y haya asegurado su permanencia en la presidencia hasta el 2021, para Vizcarra se abre un nuevo abanico de problemas y decisiones. Para resumirlo con una sola frase, su nuevo gran reto será lograr que este apoyo no nazca del rechazo al Congreso, a los políticos desprestigiados y a un Poder Judicial rufianesco, sino del respaldo a iniciativas, decisiones y propuestas propias. En otras palabras, el gobierno debe dejar de ser un catalizador de los odios ajenos para producir sus propios respaldos. Dentro de este proceso, la primera tarea urgente será la administración del inmenso caudal de expectativas que el propio Vizcarra ha generado durante su proceso de empoderamiento. ¿Qué pasará cuando los ciudadanos que lo apoyan comprueben que el referéndum no fue una panacea, que su situación no ha mejorado necesariamente, que el entusiasmo que despertó este proceso de limpieza política no se traduce en hechos concretos? Con razón hacía énfasis Daniela Meneses (en su columna «¿No a los corruptos?» del diario El Comercio) en esa contradicción que se ha dado entre el proceso de referéndum, diseñado para atacar la corrupción, y la elección de quince gobernadores regionales que ocurrió casi en paralelo, donde de los 30 candidatos, cinco habían recibido sentencias penales, tres eran o habían sido investigados por el Ministerio Público y uno enfrentaba graves denuncias. Una de las hipótesis más persuasivas que Meneses presenta para resolver esta paradoja es desarrollada por el investigador Milan Vaishnav: «En lugares donde el imperio de la ley es débil y las divisiones sociales son abundantes, los políticos pueden usar la criminalidad para dar una señal de su habilidad para hacer lo que sea necesario para proteger los intereses de la comunidad –desde dar justicia y garantizar la seguridad hasta ser una red de seguridad–». De esto se puede concluir que el problema con el Congreso y el Poder Judicial (sobre todo luego del destape de «Los cuellos blancos del puerto») no es solo ético. Ambos poderes del Estado se han merecido un repudio casi unánime por su alianza con intereses corruptos, empeorado por un desempeño profundamente mediocre, sin leyes o sentencias que beneficien al país. Vizcarra tiene ganada la primera parte de la batalla, la de la lucha contra la corrupción. Pero de nada servirá si no redondea la faena con una gestión activa y eficiente, que haga pedagogía demostrando que se puede ser decente y hacer obra al mismo tiempo.