"La justicia o el castigo a los políticos será tal mientras sea visto por los ciudadanos convertidos en espectadores de ese espectáculo".,Marco Revelli en su libro “Postizquierda. ¿Qué queda de la política en un mundo globalizado?”, afirma que uno de los síntomas del agotamiento de la política moderna es el deterioro creciente de la relación entre los electores y los elegidos. Una de sus expresiones no sería solo la oleada de desconfianza que hoy viven muchas democracias occidentales sino también “la organización de la desconfianza”, es decir, “la transformación de lo que hasta hace poco era un simple estado de ánimo o una actitud individual (aunque sea compartida) en un factor de filiación política” (p.62). Cuando los “espacios públicos” (uno de ellos es la política) se convierten en “espacios mediáticos” y la “desconfianza política” se convierte en una “nueva identidad política”, alentada muchas veces por los propios medios de comunicación, una de las consecuencias, como dice Revelli, es la “judicialización de la política”, es decir, “el desplazamiento de lo político hacia lo penal y el tránsito de un modelo de democracia de discusión y representación (que tiene como sujeto central a los partidos políticos) a formas embrionarias de la imputación que tienen como protagonistas principales a los jueces (añado a fiscales, procuradores y abogados), síntoma de un déficit de confianza y de la búsqueda (a tientas) de un modo de ejercicio de la responsabilidad más eficaz y más idóneo” (pp.62-63) . El problema de todo ello, dice Revelli, es que las demandas por tener mayores niveles de transparencia en el ejercicio del poder las plantea una opinión cada vez menos pública al estar “integrada por individuos cada vez más privados, enclaustrados en una dimensión de consumidores políticos, desencantados ya respecto a la posibilidad de controlar de alguna manera, directa o indirectamente, los mecanismos de poder”. Dicho de otra manera, la demanda por hacer más transparente y compresivo el ejercicio del poder coincide con el abandono del espacio político, lo que lleva a las democracias a convertirse en “democracias impolíticas” en las cuales el espacio político es el espacio mediático y la “representación política retrocede hasta casi reducirse a un simulacro”. Estamos ante una democracia impolítica, de la imputación y del espectáculo político. Y si bien se dice que las “democracias mueren detrás de las puertas”, la necesidad de justicia, que la mayoría de ciudadanos, justificadamente, demanda, se ha venido transformando en una justicia que sea “en vivo y en directo”, es decir, en un espectáculo mediático, que convierte a los jueces y fiscales en las “estrellas” y “héroes” de ese espectáculo. La justicia o el castigo a los políticos será tal mientras sea visto por los ciudadanos convertidos en espectadores de ese espectáculo. Al subsumirse la escena política en la escena judicial y mediática, los otros temas nacionales pierden relevancia y así los que controlan el poder, ganan. No es extraño, por ello, que en estos tiempos donde se juzga y se castiga a la corrupción sean los jueces, los fiscales y los medios de comunicación, quienes reemplazan a los políticos, como lo demuestra el caso del juez brasileño Sergio Moro, supuesto paladín de la anticorrupción y justiciero de los “malos políticos”, que ha terminado de ministro de Justicia del gobierno de Jair Bolsonaro, que ha prometido exterminar a los progresistas, cerrar el ministerio de trabajo y entrar con un lanzallamas al ministerio de educación para acabar con la ideología de género y con otras ideas extremistas, es decir, como un cómplice del fascismo. Con ello no quiero decir que los políticos corruptos no deban ser ni juzgados ni castigados. Mucho menos argumentar a favor de su impunidad. Sino más bien plantear los límites de la justicia en estos casos. Hay que entender que el malestar que hoy siente la ciudadanía no solo se debe a la corrupción de los políticos sino también a que existe un poder político y económico que no puede ser ni regulado ni controlado democráticamente y que escapa a su control por carecer ésta de representación. Este es el gran problema que debemos resolver. Y finalmente, no está demás recordar, que algunos procesos anticorrupción han terminado empoderando a grandes dueños de los medios de comunicación (Italia), a cómicos de televisión (Guatemala) y a militares fascistas (Brasil).