Se premió –en Muñoz y en otros– al respetuoso de los demás y de las formas democráticas, y se castigó a los contendores más cercanos.,Muchas conclusiones se han sacado estos días sobre los resultados de las elecciones regionales y municipales del pasado domingo. Debilitamiento de las organizaciones políticas nacionales y triunfos de movimientos locales y regionales, por ejemplo. O la difuminación electoral de la otrora poderosa agrupación fujimorista que no ha podido conquistar ni una sola alcaldía en Lima ni una gobernación en el país. Y, así, otros aspectos sobre los que se ha dicho y escrito mucho en estos días. Hay, sin embargo, otras dos constataciones –interconectadas– que tienen consecuencias de fondo para el futuro ejercicio democrático en el Perú. La primera es evidente: las propuestas programáticas y de planes de gobierno regional o municipal han sido por completo marginales en la decisión de la mayor parte de votantes. La proliferación de candidaturas, la virtual inexistencia de debates sobre asuntos de fondo y la indiferencia ciudadana, que prevaleció hasta pocos días antes de la votación, fueron algunos de los factores para que la gente llegara a votar sin una idea clara de las diferencias entre propuestas o planes de gobierno. El telón de fondo es, por supuesto, la extendida deslegitimación de la autoridad pública y de la política, en general, afectados todos por una percepción ciudadana en la que autoridad –o política– tiene una sórdida sinonimia con la corrupción, percibido como el principal problema nacional. La segunda constatación es la que tiene que ver con la respuesta a una pregunta fundamental: si la gente no decidió su voto escogiendo entre planes de gobierno propuestos, ¿cuál fue el criterio que prevaleció en ese proceso de la toma de decisión ciudadana? No sería consistente concluir, por ejemplo, que ya que la gente no decidía entre propuestas de fondo, escogió, simplemente, a quien consideraba el “mejor” candidato (o “candidata” dentro del reducidísimo 10% de candidatas mujeres). Eso no responde ni aclara nada. Salta de inmediato otra interrogante fundamental: el criterio para distinguir entre una candidatura “buena” y una “mala”. La respuesta admite una serie de variantes dependiendo de las particularidades locales o regionales. Pero creo que, en esencia, hay dos criterios que guiaron espontáneamente el proceso de toma de decisiones. Uno fue el de poner de lado a candidatos percibidos como “corruptos” o ambiguos frente a la corrupción. Un verdadero “Rubicón” entre “malos” y “buenos”. Tanto que cuando en algunos lugares ha salido elegido un candidato con denuncias por corrupción, un sector de la población ha saltado gritando “¡fraude!”; por ejemplo, en la elección de un controvertido personaje como alcalde de Chilca. Hay, sin embargo, un segundo criterio, más sofisticado, que es el que parece haber guiado el proceso de tomado de decisiones en varias circunscripciones. Por ejemplo, en la elección de Jorge Muñoz como alcalde de Lima. Y opino basado no en mi percepción personal favorable, pues conozco a Muñoz y puedo dar fe de su integridad y calidad profesional. Voy más allá. Hay algo importante que lo distinguía, en particular frente a sus dos más cercanos competidores: las formas. Para esto no había necesidad de conocer personalmente al candidato. Se premió –en Muñoz y en otros– al respetuoso de los demás y de las formas democráticas, y se castigó a los contendores más cercanos. Así, mientras uno, confrontativo, de verbo urticante y hasta chabacano, atraía atención, no parecía dar muestras de que sería “serio” y democrático en la solución de problemas. Otro se condujo con lo que la gente percibió como “arrogancia” ninguneando el debate al que fue convocado por el JNE. Ambos perdieron, creo yo porque, en el fondo, sus comportamientos se distanciaban de lo que la gente quería: gente de talante democrático.