Aunque estamos lejos de alcanzar el récord de Haití —cincuenta candidatos presidenciales en sus elecciones recientes—, tener una veintena de aspirantes a gobernar también es un desmadre. Está claro que solo compiten cinco o seis y que los demás —que tienen un juego propio cuyo nombre se develará con el tiempo— solo congestionan el paisaje. Uno ve a ese afanoso pelotón de extras y se pregunta: ¿por qué pierden su tiempo de esa manera? ¿Tan mal la pasan en sus casas que han tenido que inventarse una campaña para escapar de allí? Si saben que sus opciones son nulas, que solo dispersarán el voto y no alcanzarán la valla, ¿por qué no se retiran y pasan tranquilos Navidad? Quizá la idea extendida de que “en el Perú puede ocurrir cualquier cosa” los mantiene allí, a la espera de un golpe de suerte que los catapulte al 1%. Ya en las elecciones del 2006 padecimos dos decenas de candidaturas, pero era otra época: la información no corría del modo apabullante en que fluye ahora, ni los electores estábamos tan curados de espanto ante la presencia de los aventureros. Después de todo, solo teníamos seis años de haber salido de la dictadura y acabábamos de vivir la “experiencia Alejandro Toledo”, de modo que aquella presencia masiva de candidatos se leyó en su momento como un síntoma saludable del espíritu democrático y participativo. Sus propuestas, sin embargo, debieron ser tremendamente pobres porque al final salió elegido Alan García. Hoy, una década después, los pitufos ya dejaron de ser divertidos. No tenemos ni tiempo ni ganas de identificar a todos los que se asumen “presidenciables”, menos aún de cotejar sus planes de gobierno, en caso de que tengan uno. Si no pueden ofrecer siquiera una idea bien envuelta, mejor que abandonen. Están a tiempo. Ya tenemos suficientes con la pobreza de los punteros como para encima tener que soportar la mediocridad de los escoltas.