De las decenas de casetes de Betamax que colmaban los estantes de la sala de estar, el predilecto de mis padres en los días previos a Navidad era «El Cascanueces». En 1977, la CBS había televisado, en el American Ballet Theatre, una versión del clásico cuento de hadas con el bailarín ruso Mijaíl Baryshnikov en el rol protagónico. Se trataba de una grabación sin antecedentes, ni pausas comerciales, que ganaría muchísima popularidad en los años subsiguientes. Por supuesto que eso no lo sabíamos mis hermanos ni yo allá por los ochenta, cuando nos despanzurrábamos en la alfombra frente a la pantalla del jurásico Zenith de 45 pulgadas para ver y oír esa obra musical navideña donde actores adultos hacían de púberes y se comunicaban entre sí con gestos y señales que un locutor traducía en inglés a toda velocidad. Tampoco sabíamos que los «cascanueces» —además de tenazas para quebrar nueces y avellanas— eran los muñecos típicos de la zona fronteriza entre Alemania y República Checa, los clásicos juguetes que reciben en Nochebuena los niños de esa región europea. Y claramente no estábamos al tanto de que las entrañables melodías de la banda sonora del ballet habían sido compuestas por el celebérrimo señor Tchaikovski. Lo único que nos interesaba a esa edad era ver qué ocurría con Clara, la joven heroína del cuento, quien al inicio de la historia aparecía sentada al pie de un teatrín detrás del cual su padrino, un mago sin pelo llamado Drosselmeyer, operaba unas fascinantes marionetas de tela que, con un par de pases, adquirían proporciones humanas. Queríamos ver también a los amigos y primos de Clara abrir esas enormes cajas apiladas al pie del árbol iluminado, y luego disfrazarse de soldados con unos cascos azules de cartulina; cabalgar sobre el lomo de escoba de unos caballos de madera de crines anaranjadas; blandir filosos sables de papel platino; disparar sus frágiles escopetas de tecnopor; y marchar en la sala inmensa de esa mansión invernal. Recuerdo a mi padre sonriendo durante esos pasajes. ¿Acaso se vería a sí mismo de niño, en sus clandestinas clases de ballet en Buenos Aires? ¿O quizá se veía haciendo sus pinitos militares en el cuartel del Ejército? En cualquier caso, se quedaba callado pero sonreía de un modo misterioso y yo lo miraba de reojo sospechando que nos hacía ver «El Cascanueces» con alguna segunda intención que me tomaría siglos desentrañar. Durante el Primer Acto, la joven Clara recibe como único regalo un muñeco Cascanueces uniformado. Un tío metiche manipula el juguete con fuerza y le rompe una pierna. Clara llora y se resigna a dejar al soldado en medio de la sala esperando su «recuperación». Cerca de la medianoche, aprovechando que ya todos duermen, Clara regresa al gran salón para ver la evolución del Cascanueces herido. Esa era y es todavía mi parte favorita, porque entonces, súbitamente, aparecían unas ratas gigantes (cuyos ojos eran idénticos a los de las ratas que a veces yo divisaba en el jardín) que pretendían arrebatarle el juguete a la niña, y de pronto el muñeco cobraba vida, crecía, respiraba y sacaba del cinto una espada cuyo filo cortaba el aire. Arrinconado por el ejército de roedores, el Cascanueces convoca a una columna de soldados de plomo y de jengibre y juntos derrotan a los ratones. Luego de la victoria, el muñeco, agotado por la batalla, se dejaba quitar la máscara y se convertía en un príncipe rubio. La segunda parte del cuento, la favorita de mi mamá, me aburría profundamente. Los personajes se dirigían hacia un bosque de pinos donde caía mucha nieve de utilería y luego arribaban a un reino de dulces donde se cruzaban con un hada mofletuda y unos payasos que daban más pena que risa. Los únicos momentos que me parecían gloriosos, dignos de ver, eran los del Primer Acto, donde Clara era testigo de ese fantástico combate, y donde la Navidad tenía algo de oscuridad y pesadilla. A pesar de que la obra recreaba una realidad tan ajena y remota —la vida familiar de la clase noble del San Petersburgo de inicios del siglo diecinueve—, encontrábamos un gran parecido entre sus personajes y ciertos parientes que llegaban a la casa a pasar con nosotros la noche del 24, como ese tío —no pelado, pero sí gordo; no mago pero sí gerente— que nos daba regalos costosos con los que jugábamos hasta bien pasadas las doce. La otra tarde mi hermana colgó en Facebook el video de «El Cascanueces» de la CBS, el original, el de 1977. Lo vi entero después de treinta años. Y me quedé otra vez alucinado con los saltos de Baryshnikov disfrazado de soldado, con las marionetas del padrino y con la multiplicación de las ratas. Y fue como estar en aquella sala de la casa de los ochenta frente al Zenith, rodeado de una familia que ha cambiado mucho, en esos diciembres lejanos que ya parecen corresponder a otra vida, una vida anterior, y que, sin embargo, todavía tienen el poder de regresar intactos cada vez que se aproxima el fin de año.