«Renato. Hola. Como conversamos ayer, la columna del Suplemento Domingo debería tener el tono intimista, al estilo de lo que escribes en tu blog. Estoy seguro de que los lectores se engancharán. Dime por favor qué piensas de la propuesta para finiquitar un acuerdo. Saludos. Percy». Creí haber borrado el correo electrónico con el que el entrañable Percy Ruiz me invitaba, el 20 de setiembre del 2012, a que colabore con este suplemento, que por entonces tenía en él a su infatigable director de orquesta. Acepté de inmediato, evidentemente. Además de una complicidad poco frecuente en los ámbitos del colegaje periodístico, Percy me ofrecía dos cosas invalorables: libertad para abordar los temas que quisiera y una estupenda vitrina de fin de semana, diferente en extensión y contenido a la que venía perpetrando desde hacía un año atrás en la contra de los jueves en «La República». Mi primera columna en «Domingo» fue acerca de un viaje de investigación familiar a París, y en lo sucesivo traté de convertir este espacio en lo que el buen Percy me sugirió: un diario personal. «Escribe sobre lo que te conmueva», me instó a fines de aquel 2012, en la cafetería del diario, un día que fui a visitarlo, pocos meses antes de sufrir el aneurisma que a la larga le provocaría la muerte. Siguiendo su recomendación, relegué los temas de coyuntura y eché mano de toda experiencia vital que disfrutara o padeciera para nutrir los textos dominicales: los libros, las películas, los hallazgos, los parientes, las victorias insignificantes, las frustraciones, las ciudades, las memorias, los planes. Eso ha sido esta columna desde un inicio: un impúdico cernidor de la intimidad. ❉ ❉ ❉ La primera vez que pisé «La República» fue a mediados de los años noventa. Estaba en quinto ciclo de facultad y necesitaba empezar a acumular prácticas pre-profesionales, así que hice lo mismo que los otros chicos que iban a Periodismo: repartí a diestra y siniestra currículums lo más extensos posible —con sutiles alteraciones a mi favor en los rubros «experiencia laboral», «promedio ponderado» e «idiomas»—, esperando que algún diario se dignara a someterme a una prueba para luego contratarme por seis o siete meses. Cuando me llamaron no cabía en mi incredulidad: de «La República» era el diario históricamente más combativo, el que más denuncias sacaba contra el gobierno de Fujimori, donde desde hacía rato Ángel Páez y Edmundo Cruz eran los más celebrados periodistas de investigación, los Woodward & Bernstein de los Watergates locales. Llegué, pues, a esa redacción de computadoras enormes luciendo un peinado raya al costado que coronaba mi irremediable pinta de calichín Sub 23. Avancé por los pasillos y, por un despiste, por no seguir bien la indicación que se me dio en portería, me colé a la primera oficina que encontré abierta y pregunté dónde quedaba la sección «Política». El hombre detrás el escritorio —un señor alto, delgado, con lentes, bigote y cabellera plateada— levantó el rostro y amablemente me invitó a sentarme. Cuando pude verlo bien me percaté de que era el mismísimo director, Gustavo Mohme Llona. Me preguntó qué buscaba y, después de soportar por diez largos minutos la penosa oratoria de tartamudo con que expuse mis pobres ideas acerca del oficio (abusando de palabras como «independencia» y «objetividad», en cuya definición dejaría de creer años más tarde), el buen Mohme me derivó donde Blanca Rosales, editora de la sección a la que, no sé cómo, había sido convocado. No me fue mejor con Blanca. Apenas la saludé, me arrojó una pregunta a quemarropa que nunca olvidaré: «Ya, a ver, dime, ¿qué fuentes tienes en Palacio?». Yo esperaba, no sé, un ejercicio de redacción en Pirámide Invertida o un test de cultura general, así que aquello me sonó a lengua muerta. Nunca había salido de comisión, salvo para algunos cursos de la Universidad, pero como máximo a grabar en los alrededores del campus, de modo que mis únicas «fuentes» eran profesores, alumnos, empleados administrativos y unos pocos vecinos de Monterrico. Además, qué podía saber yo de Palacio de Gobierno si nunca había estado allí, bueno, ya, sí, una vez, en 1982, para la juramentación de mi papá como ministro de Guerra, pero entonces tenía siete u ocho años y ningún interés en aventurarme en la reportería periodística. Alguna mueca pálida debió resultar elocuente, porque de inmediato Blanca suspendió la entrevista pidiéndome que la llamara en dos días. Nunca lo hice. Mezcla de timidez con terror, supongo. ❉ ❉ ❉ Esta es mi última colaboración aquí en «Domingo», en general en «La República», donde soñaba con entrar a practicar sin saber que acabaría siendo columnista. Me voy en los mejores términos posibles, agradeciendo la confianza y aprecio de los editores Carlos Castro, Maritza Espinoza y Emilio Camacho. También quiero agradecer al director, Gustavo Mohme Seminario, quien siempre tuvo para mí una conversación gentil y sincera; y desde luego a los lectores, responsables directos de que todas las semanas de los últimos cuatro años me haya sentado a escribir esta página con la vana ilusión de que alguno la estuviera esperando.