En el Perú no hay uno sino varios líderes políticos encarcelados. Varios tienen familiares en posiciones de mando, desde Palacio de Gobierno hasta el Congreso. Ninguno está preso por una persecución política y todos purgan condenas penales por crímenes que van desde el desfalco hasta el homicidio. Cada vez que se aproxima un cambio de gobierno o se concierta una coalición, el indulto, el perdón presidencial y las leyes con nombre propio se ponen sobre la mesa (o debajo de la mesa) como elementos de negociación. Eso es una vergüenza que deja clara la fragilidad de escrúpulos de nuestra clase política. También es un síntoma de la enfermedad degenerativa que ataca a esa esfera, donde las dinastías reemplazan a los partidos y las herencias no se transmiten en idearios sino en prontuarios. Por último, es un signo de la extensión de esa enfermedad, dado que en tales discusiones entran, con contadas excepciones, partidos de todo el espectro político e incluso líderes que no tienen en su currículo manchas de delitos propios. Si la resolución de indultos o cambios de régimen carcelario a favor de criminales se convirtiera en una ficha más en el juego del poder, se habría dado un paso más en un proceso que se inició hace un cuarto de siglo: la conversión de la esfera política en un actor directamente contrapuesto a la administración de justicia. Es decir, un paso adelante en la consolidación de la política peruana como ejercicio delincuencial. El presidente Humala no dará ese paso, que destruiría lo mejor de su herencia política: la confrontación directa contra la herencia fujimorista. ❧