La decisión de Susana Villarán de formar parte de la plancha de un candidato tan cuestionado como Daniel Urresti –al margen de que nos decepcione e indigne a quienes alentamos su postulación a la alcaldía, valoramos su palabra y creímos en su condición de «distinta»– confirma el axioma según el cual el poder, además de obnubilar al más cuerdo, lo embrutece. No sé qué da más vergüenza ajena: el disparate en sí mismo o su justificación retórica. Porque aquello de que «he dejado mi labor de formación de mujeres en las regiones del país para ayudar a mi país a combatir al fujimontesinismo» invita, no a la reflexión, sino a la migraña. ¿De verdad cree Susana eso que repite por todos lados? ¿Quién fue ese ignoto emisario que tocó sus puertas para hacerle saber que ella era la imprescindible vengadora, encargada de luchar contra las fuerzas malignas de Keiko y compañía? El solo hecho de integrar una plancha cuya motivación explícita es desestabilizar a otra –aun cuando esa otra sea inmoral y cargue con un pasado delictivo– convierte su candidatura en un triste aborto político. Nos guste o no, el fujimorismo tiene un 30% de apoyo, de modo que si hay una manera de «enfrentarlo» es persuadiendo con argumentos a esa porción del electorado, algo que puede hacerse perfectamente desde fuera de la competencia. La única posibilidad de reinvención que le quedaba a Villarán pasaba por asumir el saldo de su fallida gestión municipal, tomar distancia, resoplar, cumplir su promesa de no participar en justas electorales y recuperar, desde ese margen, algo del liderazgo que alguna vez ostentó. Allí habría probado su madurez y jerarquía. Sin embargo, ha decidido unirse al suicidio colectivo iniciado por Lourdes Flores y otros ególatras invidentes y lanzarse –con el brazo izquierdo inutilizado en inmejorable metáfora de una ideología hecha añicos– a un escenario que, sinceramente, no la reclamaba.