Guillermo Niño de Guzmán: “Solo puedo escribir cuando me siento poseído”
Acaba de publicar “Hasta perder el aliento”, un libro en el que recoge lecturas, curiosidades sobre libros y autores, citas que le gustan, poemas y fragmentos traducidos, todo movido por su pasión como escritor.
Ha llegado puntual. Viste una camisa color salmón, que es de su amigo, el recordado poeta Antonio Cisneros. Luce barba y bigotes semicrecidos, un pantalón beige, con tirantes, y una gorra del mismo color que oculta una frente en expansión y una tímida colita de cabello. Parece un personaje de época, salido de una vieja película con banda sonora de jazz, esa música que le gusta y alborota su ser. Un poco parco, pero ojos zahorí, como buen lector. Guillermo “Willy” Niño de Guzmán está frente a mí, amable, afable. Vamos a hablar sobre su reciente libro, Hasta perder el aliento. Cuaderno de letraherido I, (Ed. Tusquets), y es eso. Hace 25 años lo vino escribiendo sin que él se diera cuenta y tampoco sin imaginar que un día iba a publicarse las lecturas, , anotaciones, traducciones de fragmentos y poemas, citas, cosas curiosas sobre libros y autores que como lector hedonista iba reuniendo. Es, como él asegura, una suerte de diario íntimo, pero literario, escrito a vuelapluma y a mano.
“Eran anotaciones para mí, en ese sentido es el único libro que he escrito con placer. Como habrás leído en diversas entradas del libro, me quejo mucho de las dificultad que tengo para escribir”, asevera Guillermo Niño de Guzmán.
Hasta perder el aliento es un libro hermoso, cálido, digamos también testimonial, acusa lecturas gozosas y críticas, invita al debate e incluso, de la manera más natural, nos recuerda la historia y teorías literarias.
JAZZ
Este libro, en tanto los temas que abordas, que es el leer y escribir, ¿es una forma de darte aliento para la escritura?
Sí, es verdad, porque, desde muy joven, vivo en función de la literatura. No me importa si no soy famoso, si no gano suficiente dinero, porque lo que cuenta es que escribir le da sentido a mi vida. Mi única certeza es que he sido fiel a mi vocación. Yo siempre quise ser escritor, desde que era un adolescente y los libros se convirtieron en una pasión inconmensurable. De una u otra manera, me las he arreglado para sobrevivir en el mundo de las letras, ya sea haciendo periodismo o trabajos de traducción y edición.
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Vives de la escritura, pero siempre has dicho que tienes dificultades para escribir. O sea, como dice Truman Capote, ¿escribir para ti es una autoflagelación?
Sí, es duro. A veces pienso que no tengo suficiente talento, entonces me tengo que exigir demasiado. Cuánto me gustaría ser como esos escritores que son grafómanos y que escriben con fluidez y hasta con alegría y entusiasmo. Eso nunca me ha pasado. Me cuesta mucho poner una palabra después de otra. Soy muy crítico conmigo mismo y sufro mucho cuando atravieso estados de bloqueo creativo. En esos momentos, me cuestiono todo y pienso, como Truman Capote, que los dioses no me han concedido un don, sino que me han impuesto un yugo. Es algo que roza lo patológico, porque, a veces, creo que escribo para no tener remordimientos por no escribir.
Pero Clarice Lispector decía, y tú la citas, que cuando uno escribe con mucha facilidad y fluidez, hay que desconfiar…
Exactamente. El verdadero trabajo no está en la primera versión, sino en lo que viene después. Me demoro mucho para tener a punto un texto. No te miento si te digo que hay cuentos que sigo trabajando a lo largo de veinte años. El problema de trabajar de esa manera es que puedes excederte y llegar a la sobreescritura, a la sobrecorrección. En esos casos, puedes conseguir un relato que, aparentemente, está bien escrito, pero que, desgraciadamente, resulta frío, anodino. Como me dijo una vez el querido poeta Javier Sologuren, cada frase tiene que vibrar como si tuviera vida propia.
La misma Lispector decía puede haber vocación, pero no talento…
Ese es un problema serio para mí. Algo que a mí me molesta, pues yo soy un gran lector de novelas y no soy novelista, no tengo el aliento suficiente para correr un maratón, yo soy de distancias cortas, para hacer la analogía con el atletismo. Solo una vez he intentado algo más largo, pero fue por un encargo, una novela corta para jóvenes, La conquista de los sueños, sobre la historia del Perú, el enfrentamiento entre Pizarro y Atahualpa. La propuesta me la hizo el Fondo de Cultura Económica. Vino un editor de México y me contrató dándome mil dólares antes de que escribir una sola línea. Y, como soy responsable, no tuve más remedio que escribir la novela. Curiosamente, es el único libro que me ha dado algo de dinero. En México se hicieron dos ediciones que sumaron veinte mil ejemplares y aquí, en el Perú, debo haber vendido otros diez mil dentro del Plan Lector del Ministerio de Educación. En cualquier caso, fue una excepción. Por lo general, escribo piezas cortas, pero siempre, como dicen los españoles, pongo toda la carne en el asador: ya se trate de un cuento, un ensayo o un simple artículo, lo escribo como si se me fuera la vida en ello. Esa es la ventaja de ser freelance y poder escribir sobre lo que te da la gana y sin la amenaza de un cierre de edición. En una época, cuando trabajaba de planta, como periodista cultural, igual que tú, no me podía permitir ese lujo y tenía que escribir, sí o sí, contra el reloj y sobre todo, no solo acerca de libros sino artes plásticas, cine, teatro, música, fotografía, danza... La presión de cumplir con la hora de cierre me volvía loco, pero fue un aprendizaje clave que me hizo ganar cierta soltura con la escritura.
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Por eso optaste ser independiente…
No me gustaba la presión, por eso opté ser independiente. Una experiencia poco agradable tuve cuando dejé la revista Oiga para irme con César Hildebrandt, a quien no conocía, pero me propuso ser uno de los editores generales de su nueva revista, Sí, junto con Tulio Mora. Para mí fue una sorpresa mayúscula que me llamara, no sé, habría visto en mí condiciones que ni siquiera yo sospechaba, pues yo estaba contento con ser periodista cultural. El hecho de que me ofreciera ser coeditor general de un semanario esencialmente político estaba fuera de mis expectativas. Era un reto y siempre he sido un tanto temerario, de modo que corrí el riesgo. Hasta ahora me da risa porque la única vez que Hildebrandt fue amable conmigo ocurrió cuando me contrató. Yo me resistía a abandonar la revista Oiga, donde trabajaba desde hacía varios años como editor de la sección cultural y estaba acostumbrado a hacer y deshacer a mi antojo. Sin embargo, ganaba muy poco. En ese aspecto, Hildebrandt me hizo una oferta digna del Padrino, una oferta que no se podía rechazar. Me preguntó cuál era mi sueldo y, cuando se lo dije, contraatacó de una manera inapelable: Yo te pago el triple (risas). De todos modos, consulté con Paco Igartua, el director de Oiga, con quien había trabado amistad, y me vaticinó que, dado que yo era algo temperamental, tarde o temprano iba a chocar con Hildebrandt. Y, como él no podía igualar su oferta económica, me dijo que aceptara la propuesta para “hacer caja” (risas). Luego, cuando me cansara de lidiar con mi nuevo director, podía volver. Dicho y hecho, a las tres semanas me peleé con Hildebrandt y regresé a Oiga. ¡Me habían guardado mi puesto! (risas).
LISPECTOR
Volviendo al tema literario. ¿Cuál es tu relación con la literatura? Onetti decía que algunos escritores tienen una relación de amante y otros de cónyuge con la literatura.
Coincido mucho con esa concepción, porque, así como sostiene mi admirada Clarice Lispector, la literatura es algo pasional. Yo siempre he respetado a los poetas y, como ellos, sí creo que existe la inspiración o el arrebato creativo. Mira, puedo darte un ejemplo: después de tantos años dedicados a la escritura, uno tiene cierto oficio y domina los recursos técnicos. Por tanto, a veces me he propuesto fríamente escribir un relato, como cualquier persona que encara un trabajo profesional y cuenta con la experiencia necesaria. No obstante, el resultado es decepcionante. Desde luego, a estas alturas, no puedo escribir mal. Sin embargo, una cosa es escribir correctamente y otra el verdadero arte. Cuando me he obligado a escribir algo que no nace de mis entrañas, lo único que obtengo es un texto mediocre, carente de fuego, de pasión. En el ámbito de la prosa de ficción, un cuento es lo más cercano a la poesía. De ahí que yo siga apostando por la fuerza que da la inspiración, que es la primera instancia de la creación. Yo solo puedo escribir cuando me siento poseído por ese extraño fuego interior. Parece una visión romántica, pero no lo es, ya que después de ese arrebato inicial, viene lo que yo considero el trabajo decisivo de un escritor: el proceso de la reescritura, donde uno pule su texto como un escultor que desbasta su bloque de mármol en pos de la forma esencial.
Entonces eres más amante que cónyuge. Amante fugaz, " ama rápido”, dice José Watanabe...
¡Totalmente, soy más amante que esposo fiel! En literatura, pienso que el matrimonio conduce no solo a la rutina sino también a la debacle emocional. Recuerda que tanto Onetti y Cortázar tenían esa suerte de relación adúltera con las letras. Lispector también decía algo así como: “No soy escritora profesional, yo solo escribo cuando quiero”. Onetti y Cortázar no se sentaban a escribir si no se sentían poseídos por esos demonios creativos, como bien los denominó Vargas Llosa. Les parecía ridículo o tonto escribir por oficio, por obligación; eso estaba bien para hacer periodismo, para ganarse la vida, pero no para la creación, que es algo libre y voluntario. No obstante, aunque comparto esa visión, también aprecio el esfuerzo y la disciplina de escritores que, como es el caso de Vargas Llosa y García Márquez, tenían un horario para escribir y se desempeñaban como si fueran obreros de la literatura.
Otro tema de tu libro es qué escribir. Citas que Joyce decía que eun escritor nunca debe escribir sobre lo extraordinario, que eso era bueno solo para los periodistas.
(Risas) Eso me encantó, aunque hay que tomarlo con pinzas. Yo respeto mucho el periodismo, si bien nunca lo pensé como vocación profesional Llegué al periodismo por accidente, pero siempre lo he valorado. Me ayudó a aprender a escribir. El problema es, como decía Hemingway, para un escritor de ficción el periodismo puede ser muy útil, pero tienes que saber dejarlo a tiempo. Una cosa es tratar con la realidad, con los hechos, y otra es tratar con la imaginación. Es muy difícil encontrar escritores que a la vez son periodistas, como Gabo, que pueden cambiar el chip y pasar de un género a otro. Entre la literatura y el periodismo hay muchas coincidencias, pero, finalmente, hay un punto antagónico esencial: el periodista no puede dejar rienda suelta a su imaginación, pues tiene que someterse a los hechos.
Los escritores realistas dicen que hay que vivir para escribir. Tú rescatas al argentino Felisberto Hernández quien afirmaba “escribo sobe lo que sé y lo otro”. Eso es abrir otra puerta.
Descubrí tardíamente a Felisberto, quien me parece un genio. Lo descubrí porque le gustaba mucho a Cortázar. Creo que es un autor clave, originalísimo, que le da otra dimensión a lo fantástico. Yo, hasta entonces, era un escritor demasiado realista. Me parece muy bien que lo puntualices. Los escritores realistas escriben sobre lo que conocen, eso es elemental, ¿pero qué ocurre con “lo otro”, todo ese mundo que late bajo la apariencia de lo real? Está allí y, sin embargo, a menudo no somos capaces de percibirlo. En cambio, Felisberto sí lo veía. Todo el tiempo.
Clásicos y contemporáneos
Has subrayado que los escritores contemporáneos desdeñan a los clásicos. En cambio, para ti, como lo anotas, leer un clásico es como descorchar un buen vino.
Literal. Mira, de cada cinco libros que leo, yo creo que solo uno es actual. No me dejo llevar por las novedades.
Reprochas, por ejemplo, que haya quienes ningunean a Rayuela, de Cortázar, por elevar a Bolaño.
Eso pasa con los escritores jóvenes, y lo entiendo hasta cierto punto. Es difícil asimilar a los clásicos, porque se trata de un universo muy lejano, incluso de un lenguaje con los usos de otros siglos y, naturalmente, a esa edad, uno está muy interesado en saber lo que pasa a su alrededor y busca una literatura que refleje ese mundo que está viviendo y que le preocupa mucho. Por eso uno tiende a dar mucha importancia a sus contemporáneos. Sin embargo, los jóvenes se olvidan de que esos autores contemporáneos provienen de los clásicos. Hay una tradición y esa tradición ha permitido, incluso, la ruptura de la misma y el surgimiento de escritores innovadores o desafiantes. Eso era algo que Borges, Cortázar y Bolaño lo tenían muy claro. Conocí a Bolaño en Barcelona y me dio la impresión de que había leído casi todo. Por ello, no admito que los escritores jóvenes adopten una actitud parricida y desdeñen a Borges o Cortázar para solamente abrazar a Bolaño. No tiene sentido. El mismo Bolaño se reiría de eso.
Tu libro está salpicado de poetas y también de poemas, incluso exprofesamente has traducido textos. ¿Alguna vez has tuviste la tentación de escribir poesía?
Cuando era joven, en mi época de formación, mis mejores amigos eran poetas. Curiosamente, casi no había narradores en mi generación y más tarde traté de rescatar a esos pocos escritores en mi antología En el camino. A mí me encanta la poesía, incluso una vez probé suerte, escribí un solo poema, pero mis amigos de La Sagrada Familia me dijeron, con mucho tino, “Mejor dedícate a la narración” (risas) Era muy malo.
CISNEROS
El amigo y hermano Toño Cisneros
Llevas puesta la camisa de Antonio “Toño” Cisneros, ¿qué significado tiene eso?
Toño era una amistad de muchos años. Él decía que era mi hermano mayor. No recuerdo cómo surgió ese sentimiento fraternal. Sin duda, nuestra pasión por las letras nos unió, pero, cuando nos veíamos, de lo que menos hablábamos era de literatura. Hablábamos de fútbol, de política, de mujeres, pero de literatura muy poco (como también me sucedía con otro amigo tan admirado como Ribeyro). A pesar de la diferencia de edad, logramos entablar una amistad entrañable. Ah, debo decir también que a eso ayudó nuestras aficiones espirituosas (risas).
¿Y cómo así te has hecho de su camisa?
Cuando falleció, su viuda Norah, la “Negra”, como él la llamaba, me la ofreció. Esta camisa, de color salmón, era una de sus favoritas y a mí me gustaba mucho. Ahora está un poco desteñida y trato de no usarla tanto. Yo soy un poco fetichista, por ejemplo, tengo también una gorra de invierno que me regaló Javier Sologuren, con sus iniciales. Tengo otra gorra de verano que me obsequió Alfredo Bryce. También un chaleco magnífico que solo puedo llevar en raras ocasiones, en invitaciones formales, que era del pintor Alfredo Ruiz Rosas. Por lo demás, me agrada visitar casas de escritores. La primera vez que fui a la isla de Mallorca, llegué al pueblo de Deyá, donde solía veranear Cortázar y había vivido la mayor parte de su vida el gran poeta y narrador inglés Robert Graves. Fui a su casa, que hoy es un museo y no resistí la tentación de aprovechar un descuido de los vigilantes para saltarme la valla de seguridad y echarme un momento en la cama del poeta. Yo hago esas cosas, lo que la da mucha vergüenza a mi mujer, que por cierto es mallorquina.
Entonces, contigo deben redoblar la vigilancia cuando visitas casa museos de escritores y artistas...
(Risas) En Cuba no pude hacer lo mismo porque había mucho control, cuando visité la Finca Vigía, de Hemingway. Tenía envidia de Alfredo Bryce, quien me dijo que en otros tiempos podías pasearte libremente por la casa. Él había llegado al extremo de ponerse las botas del viejo (risas).
¿El jazz te acompaña en la escritura?
Bueno, sí, a veces. El problema es que puedo correr el riesgo de que me distraiga demasiado. Para mí, el arte de escribir tiene que ver mucho con la música, puede ser jazz o cualquier tipo de música, lo importante es la cadencia y la melodía que invaden tus frases. Eso aprendí de los poetas. Cuando escribo suelo repetir mis frases en voz alta para ver cómo suenan. Ese es, digamos, mi secreto creativo. Como alguien dijo, la prosa no es más que nostalgia de la poesía. Tengo dos aficiones, que son pasiones, de origen libresco: una es el jazz, con el que me familiaricé a partir de Cortázar y su cuento sobre Charlie Parker. Tuve una relación muy fuerte con esa música; incluso, cuando tenía 20 años, me compré una trompeta y quise aprender a tocarla, pero el malestar de mi profesor ante mis escasos avances y me dio tanta vergüenza que decidí no volver más a las clases. La otra afición, por Hemingway, es la tauromaquia. Había visto una sola corrida a los 10 años, al gran torero negro Rafael Santa Cruz, pero no sabía nada de toros. Cuando leí a Hemingway me fascinó su visión de la tauromaquia como una suerte de tragedia moderna y comencé a ir a Acho. No sospechaba que me iba a apasionar tanto, a tal punto que he ido dos veces a la fiesta de los Sanfermines en Pamplona y…¡¡he corrido delante de los toros!! Este año espero ir una vez más, aunque ya no tengo el aliento suficiente para correr en el encierro (risas). Pero le he prometido a mi hijo Blas llevarlo a San Fermín y, quién sabe, tal vez me anime a hacerlo, aunque solo unos cien metros (el recorrido total son casi ochocientos) y ¡bien lejos de los toros!
El Perú y la barbarie
Walter Benjamin dice que “la base de todas las obras es la barbarie” ¿Qué opinas de los sucesos de puno y de las otras muertes del Perú de hoy?
Yo estoy indignado y muy triste porque pienso que no hay solución a la vista. Estamos afrontando un problema estructural que no se va a resolver de la noche a la mañana y lo peor es que todos somos culpables de esta situación. Yo creo que sigue prevaleciendo un racismo y clasismo esenciales. Yo experimenté eso desde niño. Yo soy limeño, costeño, pero mi padre era serrano, de Apurímac, y mi madre loretana, de Iquitos. La familia de mi madre, porque eran blancos, choleaba a la familia de mi padre, pese a que estos eran de los “principales” de Abancay. Y yo estaba allí, en el medio. En el Perú, los limeños vivimos en una especie de burbuja, indiferentes a lo que ocurre en otras partes del país. No hay una verdadera identidad peruana, somos varias naciones en una y no valoramos al otro. Políticamente, hemos retrocedido. Desde que Fujimori acabó con las instituciones no hemos levantado la cabeza. Hemos vivido el espejismo de un éxito a nivel macroeconómico y, de paso, hemos socavado la estabilidad democrática. No se puede construir una democracia genuina sin consolidar partidos políticos, agrupaciones donde los ciudadanos puedan compartir ideas y adoptar una determinada ideología que permita desarrollar un proyecto de país en el que prevalezca el bienestar de la comunidad. Eso no existe. Últimamente tengo la triste sensación de que estamos en la antesala de una guerra civil. Ojalá me equivoque.
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La palabra:
“El verdadero trabajo no está en la primera versión, sino en lo que viene después. Me demoro mucho para tener...”.
“Por ello, no admito que los escritores jóvenes adopten una actitud parricida y desdeñen a Borges o Cortázar...”.