El embate del primer año de la pandemia originada por la COVID-19 no solo nos ubicó como uno de los países que peor manejo tuvieron en términos de salud, sino también con un resultado catastrófico en lo económico, con una caída del PBI en 11% durante el 2020.
Descontando el año de rebote estadístico de 13% en 2021, se esperaba que en los siguientes años la actividad económica recupere la senda de crecimiento acostumbrada, sin que ello signifique una adecuada redistribución de la riqueza (tema por abodar en una siguiente columna). Pero esto no ha sido así.
Conforme avanzan las semanas, distintas entidades de renombrado prestigio, locales y extranjeras, revisan a la baja la previsión de crecimiento del mundo, de la región y, por supuesto, también del Perú.
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El Banco Central de Reserva del Perú (BCRP), en reporte presentado la semana pasada, bajó del 2,6%, proyectado en marzo, a un 2,2% para el término del año. Una semana antes, la OCDE, bloque económico al que aspiramos ingresar, dio a conocer la proyección más baja que se tiene para la economía peruana: 1,7%.
El diagnóstico de quienes se encargan de realizar proyecciones tiene dos ejes en común para este año: la sostenida crisis política y el cambio climático. Ambos factores en el caso peruano parecen incontenibles y, pese a los esfuerzos del Ministerio de Economía —que aún avizora un alentador crecimiento de 2,5% para este 2023—, nada parece contener el deterioro de la actividad económica local.
Por el lado del cambio climático, no es un hecho aislado para nosotros. De acuerdo con el PNUD, casi 15 millones de peruanos son vulnerables a la inseguridad alimentaria, y casi el 70% de los desastres están asociados al clima. Las pérdidas anuales son de miles de millones de dólares y cada vez que El Niño asomó por nuestras costas tuvo un impacto significativo en la economía. Este año no viene siendo la excepción.
Pero este fenómeno compite con otro aún más nocivo, pues al costo económico se le sumó la pérdida de vidas de peruanos en medio de protestas, ello como colofón de una profunda crisis política que se arrastra desde el 2016. Esta inestabilidad política le ha impedido a la economía nacional despegar a un ritmo mayor al 4%. De enero a mayo de este año, el PBI cayó 0,24%.
“La recuperación de la economía supone un entorno de estabilidad sociopolítica”, ha dicho el Banco Central en su reciente reporte de inflación, sumándose al análisis del Banco Mundial a inicios de junio, al dar las razones del recorte de la proyección de crecimiento de la economía peruana a 2,2%, influenciado por la latente inestabilidad política que ahuyenta las inversiones privadas, “con un efecto especialmente incidental en consumidores y empresas”.
Es cierto que un mayor crecimiento de la actividad económica y el consumo está limitado hoy por la lenta reducción de la inflación, pero la inversión privada este año caería en 2,5%, pues no se observa que las expectativas y la confianza empresarial despeguen en los seis meses que lleva Dina Boluarte al frente del Gobierno.
También es verdad que son los fundamentos macroeconómicos los que nos permiten capear estos temporales, pero no crecer a tasas de al menos 4% anual tiene un impacto significativo en el empleo, los ingresos y en la reducción de la pobreza. ¿Resistiremos hasta el 2026?