Cuando estas líneas se publiquen, el Papa habrá concluido la misa en Las Palmas y su visita al Perú. Lo cual significa el final de esa tregua en la que el alcalde de Surco llegó a incluir a los choros, pidiéndoles que interrumpan sus labores mientras dure la visita del vicario de Cristo. Ahora todo retoma su ritmo habitual, los delincuentes callejeros, como los de cuello y corbata, abandonan la posición de rodillas y retoman sus actividades: business as usual. Es también la hora de los balances. El Papa tuvo discursos “revolucionarios”. Condenó la esterilización forzada de 200 000 mujeres indígenas en la Amazonía. Criticó ferozmente, de manera implícita, el discurso del perro del hortelano, al defender la cultura y el hábitat de los aborígenes. Alberto Fujimori y Alan García deben haber recibido estas admoniciones con humildad, sabedores de que esas palabras no tendrán efecto alguno. Lo mismo habrá ocurrido cuando condenó la corrupción o el feminicidio, en Lima y Trujillo. En esta última ciudad, lo acompañaba el obispo Eguren de Piura y Tumbes. El encargado de hacer el elogio papal, tal como lo advirtió Paola Ugaz, es uno de los máximos dirigentes del Sodalicio, vinculado con la mafia de terrenos La Gran Cruz. Fue denunciado por las víctimas de esa organización religiosa, y exculpado por la fiscal ultracatólica Peralta. Esta escena, tal como lo ha advertido Pedro Salinas, es análoga a la defensa papal del obispo Barros en Chile. Sindicado por varias víctimas del sacerdote Karadima como apañador de este depredador sexual, acusándolo incluso de haber sido testigo presencial de sus abusos. Lejos de escucharlos, Bergoglio afirmó que estas denuncias eran calumnias. Lo dijo con furia vaticana, por lo demás. Queda claro que Francisco maneja hábilmente un discurso escindido. Los que cuestionan a las élites del ámbito empresarial y político son su carta de presentación a la modernización de una iglesia en crisis, tanto de fieles como de vocaciones sacerdotales. En cambio los que condenan la pedofilia y los abusos sexuales en el seno de la iglesia, son encubiertos o maquillados con maniobras políticas para distraer la atención, en modo mago. El escritor argentino Martín Caparrós, en un artículo titulado “Dios no es argentino”, publicado en The New York Times en español, lo ve así: “Hablar, aprovechar la desmemoria; Bergoglio es un señor que entiende la razón demagógica, el arte de decir sin hacer. Y nadie se lo dice.” Entiendo que estas críticas puedan incomodar a muchos fieles para quienes la visita papal es un motivo de gran alegría. Permítanme acogerme a un derecho explicado por George Orwell: “La libertad es el derecho de decirle a la gente lo que no quieren oír.” Celebro las exhortaciones del Papa en favor de los olvidados de la tierra. No es admisible, sin embargo, dejar pasar su pasividad agresiva respecto de las víctimas de la iglesia, en Chile o Perú.