La gira del Papa Francisco se ha convertido sobre todo en un viaje para pedir disculpas a sus fieles. Con las limitaciones del caso, ha asumido la responsabilidad por los escándalos de pedofilia y otras lacras entre sacerdotes de la Iglesia Católica. Pudo ser antes, pero al menos ha sido ahora, en que debe enfrentar multitudes. Sin duda hay valentía en su actitud. Anteriores papas de visita en la región dejaron que los primeros reclamos por estas perversiones se mantuvieran semiocultos por el fervor de las multitudes católicas. La gira de Francisco acoge el fervor, pero no omite los temas que empañan a la Iglesia Católica desde hace ya demasiados años. La quema de nueve iglesias en Chile, y el clima general de descontento que ha rodeado la visita de Francisco, muestran que allá el descontento no es pasivo entre los católicos. Chile es un país católico, y no uno protestante como los del norte europeo, donde los papas suelen ser recibidos con violentas cajas destempladas. Al final, después de las misas multitudinarias, esa confrontación con la realidad es la que hará la diferencia con sus antecesores. Como su planteamiento frente a los casos chilenos y su algo tardía sanción al Sodalicio, dirigida a responder un reclamo peruano. Su antecesor intentó algo parecido, pero se quedó lamentablemente corto. Pero hay más en la gira, comenzando por la administración de la popularidad del papado. Francisco lleva adelante una gestión polémica en el Vaticano, pero es un pontífice carismático, y las multitudes le servirán para dar fuerza a sus argumentos. Aunque estos, hay que decirlo, se mueven entre lo progresista y lo conservador. El catolicismo peruano, como el de otros países de América Latina, ha venido retrocediendo frente a la capacidad de las iglesias evangélicas para mantenerse más cerca de la gente. Según una encuesta Pew del 2014 en América Latina el porcentaje de católicos desde 1970 bajó de 92% a 69%, y los protestantes subieron de 4% a 19%. En ese contexto el papado itinerante es un activo mundial, que sirve para que los católicos puedan reencontrarse con su fuerza numérica, mostrarla al mundo, y expresar entusiasmo frente a su fe. Además la presencia de un papa transmite mensajes oportunos a su feligresía, y por un momento hace de cada católico parte de una comunidad mundial.